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                        “Portarse como señorita”
¿Qué dirán ahora los moderaditos, los bien peinados, los entusiastas en que se han convertido algunos de la ex Concertación, los que han olvidado hasta la forma de caminar y cómo se llamaron alguna vez? ¿Por esto cruzaron el Rubicón? ¿Por esta causa, por esta obediencia maquillada de moderación?
Cuando Evelyn Matthei dijo que había prometido “portarse como señorita”, no hablaba de modales. Hablaba de poder. En esa frase se esconde una jerarquía silenciosa: hay fronteras que una candidatura de derecha que los represente no puede cruzar. No se trata de educación, sino de obediencia.
Porque Matthei no está diciendo que perdonó a Kast; está diciendo que la obligaron a perdonarlo. Que no debe desafiar a Kast ni a Kaiser para garantizar el apoyo a uno de ellos en la segunda vuelta. Que hay un orden interno que no se discute, una disciplina de bloque que no se negocia.
Significa reconocer quién va a mandar en Chile si es que ganan. Están asegurándose de que Matthei no se salga de madre la noche en que deba reconocer el triunfo de Kast o de Kaiser. Los dueños de Chile la humillaron y eso es lo verdaderamente importante: que Matthei no solo respaldó a su jefe de campaña, sino que hizo –casi como un grito desesperado– una confesión de que la amordazaron, la sometieron y la dejaron apenas con algunos chispazos, dolorosos y luminosos, de quien fue alguna vez: libre, valiente y deslenguada. Da pena verla así, amarrada y domesticada.
Esa promesa de “portarse como señorita” equivale a la sumisión tácita ante los guardianes del poder sutil: los que no se presentan a elecciones, pero deciden quién puede ganarlas; los que no levantan la voz, pero definen el límite de lo decible; los que no están en las papeletas, pero escriben entre líneas lo que se puede decir y lo que no.
En esa frase, que muchos tomaron como un gesto de prudencia, hay en realidad una renuncia: el compromiso de no perturbar el equilibrio que sostiene a la derecha chilena. Portarse bien, en este contexto, significa no tocar los privilegios de quienes garantizan la unidad del poder económico y mediático; significa no incomodar al orden establecido, no mirar demasiado de frente a los extremos que hoy la arrastran hacia ellos.
¿Alguien podría imaginar a Aylwin, Lagos, Frei Montalva, Zaldívar, Valdés, Allende o Bachelet diciendo que se comprometieron a portarse como caballeros o señoritas? Ellos podían discrepar entre sí, pero nunca delegaron su independencia moral. Sabían que la política no consiste en agradar a los guardianes del poder, sino en servir a la verdad, aunque incomode.
¿Qué dirán ahora los moderaditos, los bien peinados, los entusiastas en que se han convertido algunos de la ex Concertación, los que han olvidado hasta la forma de caminar y cómo se llamaron alguna vez? ¿Por esto cruzaron el Rubicón? ¿Por esta causa, por este silencio, por esta obediencia maquillada de moderación? Pero los entusiastas no escuchan: están felices de tener amo.
Y respecto a los dichos del novel Paulsen, yo digo que es mejor ser atorrante que lacayo.
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