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Sitios prioritarios: el contenido de las formas
Cuando hay coincidencia en el diagnóstico, la cortina de humo de la pugna entre conservación y desarrollo se esfuma para mostrar una premura institucional evidente, que busca instalar otro elemento más de un legado que desincentiva la inversión.
La implementación de la ley que crea el Servicio de Biodiversidad y Áreas Protegidas (SBAP) está generando controversia en diversos gremios empresariales. Una ley que tomó diez años de tramitación en el Congreso y que fue aprobada por una amplia mayoría de las fuerzas políticas, enfrenta hoy serios cuestionamientos en su implementación que nada tienen que ver con el falso dilema entre desarrollo económico y conservación de la naturaleza.
El principal objeto de esta ley es unificar en un servicio público la gestión, protección y manejo de nuestra diversidad biológica. Y además de la nueva institucionalidad, establece obligaciones para quienes sean dueños o tenedores de sitios con interés ecosistémico y las correspondientes sanciones para aquellos que las incumplan.
Aquí radica el problema. Si su casa, parcela, industria o cualquiera sea la actividad económica que usted realiza se localiza en un sitio prioritario, las obligaciones correlativas pueden ser importantes e impactar seriamente el valor de su propiedad y las actividades que se desarrollan en torno a ella. Reconociendo este impacto, la ley le dio la tarea inicial al Ministerio del Medio Ambiente de reconocer los sitios en que había un antecedente de prioridad ecosistémica, para luego iniciar un proceso técnico de determinación de más largo plazo.
Sin embargo, la ministra del Medio Ambiente se ha empeñado en llevar adelante la determinación definitiva, saltándose la dictación del reglamento que la ley exige para el establecimiento del procedimiento y de los criterios técnico‑científicos que permite y justifican la declaración de estos sitios. Así, en los pocos meses que le quedan de gobierno, la autoridad esgrime 20 años de experiencia en la determinación de sitios de esta naturaleza y unas bases metodológicas vagas para justificar la inobservancia de la legalidad,
Pero en un Estado de derecho las formas importan. La planificación ecológica debe basarse en inventarios de ecosistemas y cuencas y coordinarse con el ordenamiento territorial. Hoy, eso no ocurre. Si bien los polígonos propuestos excluyen autopistas y faenas mineras, dejan fuera infraestructura crítica como acueductos y líneas de transmisión eléctricas.
Tampoco se levantó un inventario de concesiones mineras, derechos de aprovechamiento de aguas, servidumbres eléctricas o concesiones marítimas. De una simple pincelada, se seleccionaron 99 sitios de un universo de 350, sin evaluar cómo estos se superponen a instalaciones productivas existentes ni mucho menos a futuros proyectos de inversión.
Sin publicidad, participación ni transparencia, el ministerio consulta una propuesta que ha sido denunciada por organizaciones ambientales que advierten que el 70 % de los sitios históricos quedó fuera de la protección; por la Sociedad Nacional de Minería, señalando que la metodología ignora operaciones vigentes y exige una mesa multisectorial; por la Asociación de Desarrolladores Inmobiliarios, que habla de un vicio de nulidad por la ausencia de reglamento y teme que polígonos mal trazados encarezcan el suelo urbano; y por el gremio forestal, que alerta de decisiones tomadas sin evaluación de impacto y del riesgo de sumar más permisología a la evaluación de proyectos.
Cuando hay coincidencia en el diagnóstico, la cortina de humo de la pugna entre conservación y desarrollo se esfuma para mostrar una premura institucional evidente, que busca instalar otro elemento más de un legado que desincentiva la inversión, fomenta litigios y posterga la protección efectiva de la naturaleza.
Se debe, entonces, bajar un par de cambios para dictar el reglamento pendiente, publicar los datos geoespaciales y construir una metodología con indicadores, participación efectiva y análisis de compatibilidad territorial.
Solo así será posible cumplir el objetivo de proteger al menos el 30% de nuestros ecosistemas sin convertir la conservación en un campo de batalla judicial de intereses pequeños con agendas propias. No hay duda de que es posible conciliar la protección de la biodiversidad con el desarrollo del país, sin sacrificar las formas y procedimientos institucionales ni la confianza pública.
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