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Diez años después del 13-N: la falsa victoria sobre el Estado Islámico Opinión Archivo

Diez años después del 13-N: la falsa victoria sobre el Estado Islámico

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Alberto Rojas
Por : Alberto Rojas Director del Observatorio de Asuntos Internacionales, Facultad de Humanidades y Comunicaciones, Universidad Finis Terrae. @arojas_inter
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La verdad incómoda es que no hemos derrotado al Estado Islámico. Solo lo hemos obligado a cambiar de forma. Y mientras el mundo siga creyendo que las guerras se ganan solo con bombas, el 13-N seguirá repitiéndose, una y otra vez, en distintos lugares del mapa.


El 13 de noviembre de 2015, París aprendió de la manera más brutal que el terror podía volver a su corazón. Aquella noche de viernes, mientras miles de personas disfrutaban de un concierto, de un partido de fútbol o de una cena en una terraza, el Estado Islámico ejecutó una masacre coordinada que dejó 130 muertos y más de 400 heridos. Diez años después, Europa recuerda el horror con ceremonias sobrias y discursos sobre la resiliencia. Pero bajo esa solemnidad, flota una pregunta incómoda: ¿en verdad fue derrotado el Estado Islámico?

Durante un tiempo, la respuesta pareció obvia. Raqqa cayó, Mosul fue liberada, y los líderes del “califato” aparecieron abatidos o huyendo entre las ruinas. Los titulares hablaban del “fin del ISIS” y de la “victoria sobre el terror”. Pero esa fue una victoria militar, no ideológica. Lo que se destruyó fue el territorio; no la idea. Y las ideas, cuando se alimentan del fanatismo, no se rinden ante los bombardeos.

El Estado Islámico se transformó en algo más difuso y peligroso: una red sin territorio, pero con presencia global. Hoy actúa bajo distintas filiales -como el ISIS-K en Afganistán y otros lugares de Asia Central- y conserva una poderosa capacidad de inspiración. No necesita conquistar ciudades, basta con radicalizar individuos que actúen solos, sin jerarquías visibles, pero movidos por la misma narrativa apocalíptica.

Lo vimos en ataques en Viena, Londres, Niza y Estambul, entre otros. Y ahora lo vemos en su resurgimiento en el Sahel, donde los Estados africanos, exhaustos y fragmentados, se han convertido en terreno fértil para la nueva expansión del yihadismo.

Occidente cometió el error de confundir la derrota territorial con el fin del enemigo. Celebró la caída del “califato” sin reparar en que el yihadismo había aprendido de sus errores. Hoy, el Estado Islámico ya no necesita un mapa ni fronteras, ni siquiera un líder visible: le basta con un relato de venganza, de resistencia contra el “enemigo infiel”, de redención por medio del sacrificio. En eso reside su verdadera fuerza: en la persistencia de una narrativa que sobrevive a los bombardeos y a las sanciones.

La diplomacia reciente lo confirma. La visita del presidente sirio Ahmed al Sharaa a Washington, donde se reunió con Donald Trump para hablar de la eliminación de los remanentes del Estado Islámico, es una señal tan elocuente como paradójica. Siria, país devastado por la guerra civil y símbolo del fracaso de la comunidad internacional, vuelve a ser escenario del mismo problema que hace una década incendió el mundo.

Que el nuevo líder sirio viaje a Estados Unidos para coordinar esfuerzos contra el ISIS revela no solo el regreso de la “realpolitik”, sino también que la amenaza persiste. Si el enemigo estuviera muerto, no habría nada que coordinar.

Diez años después del 13-N, seguimos atrapados entre la memoria del miedo y la ilusión de la seguridad. Hemos perfeccionado los mecanismos de inteligencia, multiplicado las bases de datos, blindado aeropuertos y fronteras. Pero seguimos sin resolver el fondo del problema: la marginalidad, la frustración, la brecha entre la promesa occidental y la realidad de millones de jóvenes que siguen viendo en la violencia una forma de trascendencia. La derrota militar del Estado Islámico no sirvió de antídoto para esa desesperanza.

París conmemora hoy el aniversario de sus caídos. Y lo hace con razón. Pero también con el deber de recordar que el terror no desaparece con los discursos ni con los aniversarios. Cambia de rostro, muta y se infiltra en la rutina. Diez años después, el califato ya no existe, pero su sombra sigue moviéndose por debajo de la superficie, esperando su próxima oportunidad.

Porque la verdad incómoda es que no hemos derrotado al Estado Islámico. Solo lo hemos obligado a cambiar de forma. Y mientras el mundo siga creyendo que las guerras se ganan solo con bombas, el 13-N seguirá repitiéndose, una y otra vez, en distintos lugares del mapa.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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