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El fin del modelo en la “democracia” Opinión

El fin del modelo en la “democracia”

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Samuel Toro
Por : Samuel Toro Licenciado en Arte. Doctor en Estudios Interdisciplinarios sobre Pensamiento, Cultura y Sociedad, UV.
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Hay una anomalía silenciosa en nuestras campañas presidenciales, la cual corresponde a una pluralidad evidente, donde las listas, rostros, promesas contradictorias, son, en realidad, una “monocromía operativa”.


Bajo distintas caretas, discursos y banderas, el conjunto de candidaturas chilenas reproduce dos variantes del mismo contrato: un liberalismo político que apela a las garantías formales (votación, libertades civiles, pluralismo institucional) y un liberalismo económico que consagra el mercado como norma última. La fisura real no es izquierda/derecha en términos tradicionales, sino liberalismo político vs. liberalismo económico (o ambos). La supuesta excepción es marginal, con voces que reivindican horizontes marxistas, y que lo hacen más como un residuo revolucionario que no podría enfrentar, como país pequeño y dependiente, por ejemplo, bloqueos globales occidentales. El mapa público, por tanto, nos muestra una sola geología, la cual es la del liberalismo entendido como opción innegociable. Para ser gráficamente explícito, Artés es la excepción marginal, Kast, Kaiser y Parisi el liberalismo económico (sin liberalismo político) y Enríquez-Ominami, Mayne-Nicholls y Jara, liberalismo económico con algo de liberalismo político. Entre medio, se encuentra Matthei, con un liberalismo económico y, a diferencia de los tres primeros, un liberalismo político, pero más débil en relación a los/as últimos/as tres. 

Si Chile reproduce este mismo, y constante, marco programático político-cultural, lo hace mirando a un modelo que ya perdió el relato mítico que prometía, a partir del paradigma de Estados Unidos y Europa occidental. La historia nos recuerda que los imperios alcanzan ápices y luego declinan, porque el poder, económico y militar, se mide en recursos relativos y en la capacidad de sostener compromisos sociales y gastos estratégicos. El historiador Paul Kennedy describió esta dinámica de ascensos y caídas de grandes potencias como la prolongación de un modelo más allá de su vigencia que produce dislocaciones económicas y estratégicas. Persistir en la copia de este modelo -sus instituciones, sus formas de acumulación, sus “liturgias sociales”, etc.- equivale a habitar las ruinas de un tiempo que se niega a morir, pero que, claramente, está en los estertores de su agonía. Desde la política macro hasta la cultura corporativa, se buscan los modelos que en Estados Unidos, y Europa occidental fracasaron, con fragmentación social, crisis de representatividad, polarización y principios autorreferentes que ya no garantizan hegemonía global. La implosión parcial del consenso norteamericano no es solo geopolítica, sino un cambio de régimen simbólico que obliga a repensar los presupuestos del orden público y del “sentido común”.

Mientras Occidente discute si amplía o reduce su influencia, otras potencias -China, India, Rusia- reconfiguran el las “reglas” geopolíticas. Las transformaciones económicas y políticas que provienen del Asia y del Eurasia no son exclusivamente comerciales, sino también reescrituras de legitimidad y de marcos de desarrollo. La “era” del neoliberalismo global se está transformando hacia órdenes híbridos -mezclas de liberalismo de mercado nacional, mercantilismo y política de Estado- que desafían las matrices importadas por los países periféricos. La pregunta para Chile, en este sentido, es si nos quedaremos en el relato que se desvela en su fracaso, o reconstruiremos uno propio.

En el contexto internacional, la fabricación del relato ha llegado a grados grotescos, donde las acusaciones de operaciones provocadas, la instrumentalización de incidentes y la competencia por la versión oficial son prácticas que ya no pertenecen solo a manuales de inteligencia, sino a la escena mediática masiva. El caso ucraniano -donde conviven episodios de desinformación, denuncias de falsas banderas y revelaciones de corrupción- es un ejemplo sobre cómo se usa el conflicto para fines que trascienden la confrontación militar, donde el objetivo puede ser moldear percepciones, condicionar votaciones, reconfigurar liderazgos locales más que escalar una guerra abierta. Y las crisis de credibilidad de los “garantes tradicionales” -cuando un “socio” central amenaza con retirarse o condicionar el apoyo en términos puramente transaccionales o, derechamente se retiran- altera la sensación de seguridad que muchas “democracias” daban por sentada. Comentarios públicos sobre la reticencia de Washington a defender aliados que “no pagan” su parte, ilustran una reconfiguración brutal del pacto atlántico, y la alianza ya no es un mecanismo automático de resguardo, sino un arreglo sujeto a negociaciones de poder, mercados y cálculo electoral. Eso obliga a repensar la soberanía y las expectativas de protección externa. 

En este panorama, la cultura -y lo he repetido muchas veces-, no es un ornamento, sino el sustrato que define cómo se interpreta el mundo. Si la política rebasa la mera administración y se convierte en producción de sentido público, entonces quien domine la narrativa cultural condiciona la posibilidad misma de cambio. UNESCO (a pesar de su débil incidencia actual en las decisiones urgentes), y  muchos otros organismos, han subrayado que la cultura es central para cualquier proyecto de desarrollo sostenible, no como accesorio, sino como matriz. El desafío para Chile es no aceptar pasivamente la monocultura valorativa que llega desde afuera, sino fortalecer ecosistemas culturales locales que habiliten horizontes distintos -más plurales- de convivencia y acción, donde, por ejemplo, el arte no puede seguir reproduciendo los mismos modelos occidentales de hace 50 o 100 años, al menos en términos culturales generales. Seguir un modelo en agonía implica costos estructurales (dependencia económica, vulnerabilidad frente a cambios externos) y simbólicos, con pérdida de narrativa propia (si es que aún existe), erosión de patrimonio inmaterial, y la conversión de identidades colectivas en mercancía. Cuando la cultura es parte pasiva de la lógica del mercado externo (a pesar de la paradójica necesidad del país de mercado internacional en arte), deja de tener el potencial de ser práctica “emancipadora” y se convierte en escaparate. Hay una segunda paradoja brutal, en la que un país que aspira a ser sujeto político autónomo no puede delegar su imaginación pública a agencias que ya han perdido su rumbo.

La elección como bifurcación narrativa


En la urna no solo se decide un nombre, sino un relato futuro. Chile puede continuar como apéndice de un orden desahuciado, o asumir la incomodidad de reinventar su trama cultural y política en clave, quizá, “glocal”. Esto exige una fuerte imaginación institucional, inversión real en cultura política, y el valor de desprenderse de hábitos de un supuesto “Centro” que ya no nos puede marca la ruta. El riesgo es grande, pero la alternativa de seguir los pasos de un “imperio” que prolonga su agonía, reproducir la decadencia y fracaso “externo” en nuestro propio territorio. En este sentido, si la política es un diagrama, entonces que lo sea consciente. Que el flujo no sea una trampa repetitiva sino una cartografía abierta con nodos que se conectan, se caen y se rearman. En este trazado, podría nacer una versión de Chile que no dependa del espejismo de un poder que fue, sino de la inteligencia creativa de su propia cultura.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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