Opinión
Los problemas detrás del proyecto de convivencia escolar
El Estado debe concentrar sus esfuerzos en desarrollar políticas públicas que destinen mayores recursos a los establecimientos, permitiéndoles dotarse de profesionales suficientemente capacitados para enfrentar esta crisis.
Durante los últimos años, las denuncias por convivencia escolar han alcanzado cifras históricas. Según los datos entregados por la Superintendencia de Educación, este año se han presentado 11.091 denuncias, aumentando en un 25,36% en comparación con el año anterior. Como medida para enfrentar esta situación, en junio de 2024, el Ejecutivo presentó un proyecto de ley que, lamentablemente, no aborda los problemas de convivencia escolar de forma integral.
La iniciativa establece medidas que implican mayor carga administrativa y burocracia para los colegios. Solo por dar algunos ejemplos: los obliga a modificar de manera excesiva sus reglamentos internos (que ya cuentan con normas para abordar los conflictos por convivencia), los conmina a duplicar procedimientos y fuerza ineficazmente la intromisión de la Superintendencia.
Además, la indicación del Ejecutivo que prohíbe expulsar o cancelar la matrícula de los estudiantes (hasta sexto básico) que hayan incurrido en conductas graves de violencia entorpece el deber de los equipos directivos de proteger y garantizar la seguridad de su comunidad.
Otro problema grave del proyecto es que impone una gran cantidad de obligaciones sin otorgar el financiamiento necesario para su cumplimiento. Como ejemplo, exige que todos los establecimientos cuenten con un equipo a cargo de la convivencia, que debe ser liderado por un profesional de la educación o del área psicosocial o psicopedagógica, con formación o experiencia en el ámbito pedagógico o de convivencia educativa, de jornada completa y con dedicación exclusiva. Si bien el fortalecimiento de estos equipos es necesario, implica el desembolso de una gran cantidad de recursos que la propuesta se ha negado a proveer, socavando la economía de las escuelas.
Además de las innumerables críticas que ha recibido esta iniciativa, poca atención se le ha dado a las serias implicancias constitucionales que conlleva. En su función colegisladora, el Ejecutivo parece olvidar que los cimientos intransables de toda norma son, precisamente, las bases de la institucionalidad y los derechos fundamentales. Conociendo estos mínimos esenciales, la forma en que se busca abordar la crisis por convivencia escolar resulta, por lo bajo, cuestionable.
Al respecto, las medidas propuestas no hacen más que sobrerregular y sobrecargar –aún más– a las comunidades educativas, asfixiando su capacidad de conducir sus proyectos con la libertad y autonomía que el Estado está obligado a garantizar. Más que una solución, la propuesta parece ser un menú de trabas que desconocen la labor eminentemente pedagógica y formativa de las escuelas, sin ofrecer alternativas viables para solucionar el problema de fondo: la crisis de convivencia escolar.
Finalmente, la propuesta, al hacer obligatoria la figura del Consejo Escolar en todos los colegios, se inmiscuye en su organización interna e impone una estructura “participativa” de cogobierno estandarizada para todos. Esto, además de no abordar en absoluto los problemas de convivencia, dinamita la diversidad de proyectos educativos, pudiendo incluso generar efectos contrarios a los esperados.
Al limitar la autoridad que tienen los equipos docentes y directivos para poder gestionar las situaciones de conflicto, no solo coarta la oportunidad de los colegios para definir libremente su organización interna, sino que vulnera su autonomía y el derecho a la libertad de enseñanza.
Las soluciones son claras: el Estado debe concentrar sus esfuerzos en desarrollar políticas públicas que destinen mayores recursos a los establecimientos, permitiéndoles dotarse de profesionales suficientemente capacitados para enfrentar esta crisis. También, debe facilitar herramientas que permitan fortalecer la gestión y autoridad de los equipos docentes y directivos. Finalmente, es fundamental orientar los esfuerzos en involucrar a las familias en el proceso educativo y reforzar el derecho –y deber– de los padres de educar a sus hijos.
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