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Así se pierden los derechos: el proyecto educativo de la ultraderecha Opinión

Así se pierden los derechos: el proyecto educativo de la ultraderecha

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Beatriz Areyuna
Por : Beatriz Areyuna doctora en Educación, académica e investigadora de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.
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En nombre del orden y la familia, la ultraderecha impulsa una guerra cultural global que busca reeducar a la sociedad para la obediencia.


En Chile, los efectos sobre la educación pública serían muy concretos, afectando la gratuidad universitaria, retornando al lucro y al copago en las escuelas y transformando la ley de inclusión para que no todos tengan las mismas oportunidades.

No fue de un día para otro. La censura volvió a las escuelas y universidades disfrazada de neutralidad y buenas costumbres. En nombre del orden, la familia y el mérito, se están borrando palabras, retirando libros y vigilando cuerpos. Lo que se presenta como defensa de la libertad o rescate de valores es, en realidad, la escritura silenciosa de un nuevo manual de obediencia. La educación se ha convertido en el laboratorio del autoritarismo contemporáneo, ese es el programa educativo de la ultraderecha. 

En Estados Unidos, Cien años de soledad y La casa de los espíritus fueron retiradas de bibliotecas escolares por “contenido inapropiado”. En Argentina, el lenguaje de género fue prohibido primero en las aulas y luego en las fuerzas armadas. En El Salvador, una ministra de educación militar impone inspecciones de uniforme y saludo obligatorio, mientras se eliminan los contenidos sobre diversidad. En Chile, la ley Aula Segura sigue asociando disciplina con castigo, tal como ha venido ocurriendo en el liceo 7 de Providencia donde se prohibieron actos de memoria histórica porque una concejal republicana acusó adoctrinamiento político.

Este es el rostro educativo de la nueva derecha: un proyecto neoconservador que avanza sobre la escuela y las universidades. Deslegitima la ciencia, desprecia las humanidades y promueve una moral única. En su cruzada contra la identidad de género, la memoria y el derecho a la educación, se esconde un intento más profundo: destituir la democracia desde sus cimientos, comenzando por las aulas. Así, paso a paso, se pierden los derechos: un aula a la vez.

El manual de obediencia

En el corazón de este proyecto late una pedagogía del miedo. Se repite la palabra orden como un conjuro frente al conflicto, y la escuela aparece como el espacio donde debe restaurarse la moral conservadora. La ultraderecha entiende que el aula no solo enseña contenidos: forma subjetividades, define lo decible y lo indecible, modela la idea de ciudadanía. Por eso, su batalla no es únicamente política o económica, sino cultural y moral. Lo que está en juego es quién tiene derecho a nombrar el mundo.

En este marco aparece su expresión favorita: la “guerra cultural”. No es una metáfora, sino una estrategia. Se trata de una ofensiva que concibe la educación como el frente principal de batalla contra el feminismo, la diversidad y el pensamiento crítico. Desde Washington hasta Santiago de Chile, líderes como Trump, Abascal, Kast o Milei repiten el mismo diagnóstico: la izquierda “ha conquistado las mentes” a través de la escuela y hay que recuperarlas. Así, la guerra cultural convierte el aula en trinchera, y al profesor en enemigo. El conocimiento, la empatía y la ciencia se vuelven sospechosos; la misión es reconquistar el sentido común, restaurar la autoridad, devolver el pensamiento al molde.

La llamada “ideología de género” ha sido el enemigo perfecto para este relato. En nombre de combatir un supuesto adoctrinamiento, se prohíbe el lenguaje inclusivo en Argentina y se eliminan referencias a la diversidad en El Salvador. No se trata de una discusión gramatical, sino de un intento de disciplinar el lenguaje, porque controlar las palabras es controlar las ideas. Allí donde se borra el lenguaje que nombra las diferencias, también se borra la posibilidad de pensarlas.

En Estados Unidos, la cruzada moral se expresa en la censura masiva de libros. Según PEN America, durante el ciclo escolar 2023–2024 se registraron más de 10.000 casos de prohibición en escuelas públicas. No es censura al azar: el 36 % de los títulos prohibidos incluían personajes o autores afrodescendientes; el 29 % trataban sobre identidades o temas LGBTQ+; y casi la mitad abordaban experiencias racializadas o episodios traumáticos de la humanidad. Se retiraron libros que narran genocidios, dictaduras o persecuciones, desde El diario de Ana Frank hasta obras de García Márquez, Isabel Allende. También fueron vetados textos de autores latinoamericanos o afroamericanos por su “contenido político”. Lo que se suprime son identidades, memorias y posibilidades de empatía.

La ofensiva también alcanza al conocimiento científico. En Brasil, el desmantelamiento de la investigación durante el gobierno de Bolsonaro redujo en un 90 % el presupuesto para ciencia. En Argentina, Javier Milei calificó al CONICET como “cueva de parásitos ideológicos”. En Estados Unidos, se cuestiona la enseñanza del cambio climático o de la evolución en nombre de la “libertad de pensamiento”. Se trata, en todos los casos, de deslegitimar la ciencia como fuente de verdad, reemplazándola por dogmas religiosos o por la moral del mercado.

La ultraderecha desconfía del pensamiento porque sabe que el pensamiento es desobediencia. Por eso desprecia tanto las ciencias sociales y las humanidades: porque cuestionan las jerarquías, revelan la historia de la opresión y enseñan que lo que parece natural es una construcción política. Donde antes se hablaba de ciudadanía crítica, hoy se habla de educación en valores; donde se enseñaba historia y filosofía, se exige formación en “patriotismo” y “deberes cívicos”. Se busca una escuela que no piense, que solo repita y que obedezca.

Este manual de obediencia tiene su retórica precisa: libertad de los padres, neutralidad ideológica, defensa del mérito. Palabras limpias que ocultan su propósito: reinstalar la desigualdad como destino y la autoridad como virtud. Lo que se presenta como sentido común es, en realidad, una contrarreforma moral cuidadosamente diseñada por think tanks, partidos y fundaciones que coordinan estrategias desde Washington, Madrid o Buenos Aires. El enemigo no es la ideología, sino la imaginación.

En América Latina, esa ofensiva toma formas distintas, pero persigue la misma pedagogía, con un proyecto educativo que pretende reemplazar la ciudadanía por la obediencia.

En esta arquitectura global de la ultraderecha, Chile también tiene su representante. José Antonio Kast no solo replica este discurso: forma parte activa de la red que lo impulsa. Participó en las conferencias de la CPAC —la gran cumbre internacional de la derecha trumpista— y mantiene alianzas con Vox en España y la Heritage Foundation en Estados Unidos. Su defensa de la “libertad de los padres”, su rechazo al lenguaje inclusivo y su exaltación del orden son piezas locales de una misma estrategia global: una guerra cultural contra la educación pública y la democracia.

Pero no se trata solo de una disputa simbólica. Estas políticas tienen efectos concretos y encarnados: afectan a las mujeres, a las disidencias y diversidades sexuales, a las personas neurodivergentes y a los pueblos originarios cuya identidad es sistemáticamente negada. Niegan cuerpos, borran memorias y reescriben el sentido mismo de lo humano. Cuando la escuela se vuelve un espacio de exclusión, la sociedad entera se fragmenta. Allí comienza la corrosión de la democracia, cuando se destruye la posibilidad de reconocerse en el otroEn Chile, los efectos sobre la educación pública serían muy concretos, afectando la gratuidad universitaria, retornando al lucro y al copago en las escuelas y transformando la ley de inclusión para que no todos tengan las mismas oportunidades.

Por eso, quién gobierna sí importa. Importa porque la educación no es neutra: puede ser instrumento de libertad o de obediencia. De esa decisión depende si las aulas seguirán siendo territorios de pensamiento y encuentro, o si terminarán convertidas en laboratorios del miedo, donde el futuro se enseñe en silencio.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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