
Educar en tiempos de guerra: un imperativo ético y global
Mientras los conflictos armados continúan azotando regiones como Gaza, Siria y Ucrania, la educación de millones de niñas y niños queda suspendida, atacada o instrumentalizada. La guerra no solo destruye escuelas; vulnera un derecho humano esencial y perpetúa ciclos de pobreza, violencia y exclusión. Según Unicef (2025) más de 460 millones de niños y niñas viven sumidos en situaciones de violencia devastadoras (o están huyendo de ellas), en lugares como el Estado de Palestina, Haití, Myanmar, la República Democrática del Congo, Sudán y Ucrania.
En zonas como Palestina, la infraestructura educativa ha sido blanco directo o daño colateral. Las cifras son alarmantes: miles de escuelas han sido cerradas o destruidas, dejando a generaciones sin espacios para aprender, jugar o simplemente estar a salvo. En este contexto, la Unesco y Acnur han reiterado que proteger el derecho a la educación debe ser parte integral de cualquier respuesta humanitaria y diplomática.
La educación en contextos de guerra cumple un rol irremplazable: otorga estabilidad, reconstruye tejido social y ayuda a las niñas y niños a procesar traumas. Para los más vulnerables —mujeres, desplazados, personas con discapacidad—, representa una vía hacia la resiliencia y la reconstrucción del futuro. Pero no cualquier educación es suficiente. Se requiere un enfoque centrado en derechos, interculturalidad y reparación emocional.
Los organismos internacionales coinciden: educar durante la guerra es una forma concreta de resistir la barbarie. Es sembrar humanidad en medio del caos. Por eso, el compromiso de los Estados, donantes y comunidades no puede ser tibio ni tardío. La paz se construye también en las aulas.
Silenciar las escuelas es prolongar el conflicto. Garantizar educación digna en contextos de guerra no es caridad: es justicia.
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