
Crítica de cine: “Whiplash”, las promesas enfermas de la música
El segundo filme del director Damien Chazelle corre en cinco categorías de los Oscar 2015 (mejor cinta, actor secundario, libreto adaptado, diseño y edición de sonido). Su joven realizador demuestra hasta qué punto un guión redactado con preocupación, y el arrebato de un par de actores comprometidos en un proyecto cinematográfico, pueden subsanar los repetitivos planos de una cámara sobria (que se salva por el acierto de su fotografía) y la precariedad de una dirección de arte provista de escasos recursos materiales.
Con apenas 30 años, el joven realizador de esta película –uno de los títulos “fuertes” del Festival de Sundance de 2014-, demuestra hasta qué punto un guión redactado con preocupación, y el arrebato de un par de actores comprometidos en un proyecto cinematográfico, pueden subsanar los repetitivos planos de una cámara sobria (que se salva por el acierto de su fotografía) y la precariedad de una dirección de arte provista de escasos recursos materiales.
Ojo, a no confundirse: esta obra para nada corresponde a un gran crédito fílmico, pero sí se trata de una admirable historia dramática, narrativamente bien relatada, y cuyo departamento de sonido consigue algo esencial en el formato: que el soundtrack y los diálogos se escuchen como es debido.
“Esta espectral textura de la oscuridad, esta melodía en los huesos, este soplo de silencios diversos, este ir abajo por abajo, esta galería oscura, oscura, este hundirse sin hundirse”, escribió la poeta argentina Alejandra Pizarnik en su libro “El infierno musical”.
Una parábola sencilla a fin de explicar el fenómeno de “Whiplash: Música y obsesión” (2014) en distintos festivales independientes de la especialidad tanto en Estados Unidos, como en el resto del mundo, y para comprender su hipotético éxito en la cercana ceremonia de los premios de la Academia.
Esta cinta -tal como esos equipos de fútbol discretos técnicamente, aunque dotados de una estrategia táctica efectiva-, podrá obtener triunfos y quizás hasta ganar trofeos y campeonatos, pero entiéndase con meridiana claridad: jamás quedará su nombre anotado, al igual que las señas de esos conjuntos deportivos, en los anales de la disciplina, por lo menos en cuanto a modelos de la práctica del juego y de su novedad, se refiere.

Ese es el caso estético y cinematográfico, sin ir mucho más allá, de “Whiplash”, el segundo largometraje de ficción en la trayectoria profesional del joven realizador norteamericano Damien Chazelle (Rhode Island, 1985). Escrito y dirigido por el mismo director, el film se encuentra protagonizada por los intérpretes Miles Teller (Andrew Neiman) y J.K. Simmons (Terence Fletcher), quien gracias a su rol en este crédito resultó nominado al premio Oscar 2015 como Mejor Actor Secundario; y que ya venció, hace justo un mes, en los pasados Globos de Oro, en idéntica línea de competición.
Las actuaciones de Teller y de Simmons significan uno de los baluartes artísticos de la presente obra, y en buena medida, junto al peso literario del guión armado por Chazelle, hacen comprensible, y también justifican, el concepto audiovisual que ha llevado a los primeros lugares de los podios festivaleros y ganado los aplausos, para el producto simbólico que comentamos.
Porque eso sostiene en esencia –y no otros factores de menor precio, finalmente- la propuesta fílmica de “Whiplash”: el talento dramático de sus intérpretes principales, y el “genio” de escritor de libretos de su realizador. Le siguen en ese camino de valoración estética: la edición y la calidad del diseño de sonido (un motivo técnico primordial en una cinta que se debate entre el musical y una dura trama de iniciación a la vida y a algunas de sus complejidades).

Del resto, poco que ensalzar. Pues la cámara de Damián Chazelle es bien sencilla en su imaginario ideológico: una apuesta por los primeros y los primerísimos planos, uno que otro encuadre de aproximación “media”, y cuando sale a la calle (con precaución y temor), salvo en una oportunidad, es de noche, es de madrugada, y por ende, el lente refleja la oscuridad de un ambiente indeterminado, de una puesta en escena anónima y borrosa. Las secuencias y las escenas parecen repetirse una a una.
Esos detalles, sin embargo, la producción los resuelve con un tratamiento de la luz y de la composición fotográfica, apropiada y segura: generando un efecto visual elegante y de vintage, que estimulan la soledad, el ensimismamiento y las obsesiones tanto del pupilo (Teller), como del maestro (Simmons). Dentro de su prudencia y la obstinación de sus movimientos, los ataques del foco de Chazelle encima de su elenco, empero, se montan y se unen con parsimonia, tranquilidad, y unas curvas inesperadas, que se deben a los meandros argumentales del guión, antes que a una intrepidez audiovisual propia del autor.
Estos reproches sinceros que le hacemos al director de “Whiplash”, no obstante, impiden a este crédito, creo yo, de llegar a transformarse en una candidata seria para granjearse la estatuilla reservada a la Mejor Película, durante la próxima versión de los premios Oscar. Así, y frente a la profundidad y el atrevimiento cinematográfico de un largometraje como “Birdman”, por ejemplo, poco puede hacer y competir verdaderamente, la pasión de Miles Teller y de J.K. Simmons; pese al derroche y al temperamento que exhiben en su interpretación de la trama, y pese también a la pericia técnica inherente del relato que estelarizan.

Lo que genera atracción artística y adhesión afectiva en el espectador que presencia el filme de Chazelle, deriva precisamente del compromiso “personificador” de los actores y a un afán totalizador -característico de los trabajos inaugurales, por lo demás- que se deben a la mirada de un realizador talentoso y prometedor, como este que encaramos.
La historia de Andrew Neiman, el dedicado y esforzado baterista de jazz que asiste a una de las más importantes escuelas de música de los Estados Unidos, y la figura de su excéntrico profesor (Terence Fletcher), quien lo integra a la orquesta del género, que dirige, posee el aroma de las novelas entrañables, y el pathos de esos libretos que inspiraron a queridos largometrajes por las audiencias: la recordada “Sueños de fuga” (“The Shawshank Redemption”, 1994), por citar.
La comparación no puede ser más acertada, con el propósito de reflejar lo que deseo enunciar. Sin calificar para ser una película perfecta (ni de lejos) o innovadora en el acumulado de sus componentes, el título mencionado (el protagonizado por Morgan Freeman), al igual que “Whiplash”, luce esos dos fortines estéticos: el notable desempeño de sus roles principales y lo estimulante de los nudos dramáticos del guión, rasgos que terminan por enmendar una realización audiovisual deficitaria, o derechamente insatisfactoria, en otros aspectos creativos (aquí, lo poco propositivo de su cámara en el lenguaje de la imagen mostrada, y una puesta en escena donde predominan los espacios cerrados: una tramoya de bajas aspiraciones, en su elaboración integradora).

Rodada en California y en locaciones de Nueva York, y con una banda sonora en la cual destacan temas musicales de nombres clásicos del jazz –los de Juan Tizol, Duke Ellington, Justin Hurwitz, Tim Simonec, Chester French, de Hank Levy (una de cuyas creaciones bautiza la cinta), Maxwell Drummey y Buddy Rich, entre otras marcas que se nos escapan- la obra de Damien Chazelle se convierte, antes que cualquier otra definición crítica, en una emotiva reflexión dramática y audiovisual, en torno al sentimiento de “creerse distinto” que evidencia todo aspirante a artista adolescente, y de cómo esas fijaciones y conductas extravagantes, podrían ocultar los traumas de una heredada disfuncionalidad, o bien las ausencias de unas carencias dolorosas e irreparables.
Y de fondo, claro, la devoción trágica y elusiva al semidiós que fue Charlie Parker.
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