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Obra “Pedro, Juan y Diego”: la vida cotidiana como recurso ideológico CULTURA|OPINIÓN Crédito: Cedida

Obra “Pedro, Juan y Diego”: la vida cotidiana como recurso ideológico

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No solo es el rescate de una obra histórica (…) sino que además, se trata de una obra que, sin necesidad de un panfletario texto o efectos escénicos parafernálicos, se centra en una vieja historia de nuestra país: la lucha de clases.


¿Qué es el arte político? Bien, la verdad es que no lo sé muy bien. Se trata más de un problema y las múltiples preguntas que emergen alrededor de este concepto, que de respuestas y soluciones claras, redondas o precisas. Por supuesto, la primera idea que emerge es que “todo es político” y entiendo muy bien desde viene esta respuesta, incluso, en cierto sentido la comparto.

Después de todo, efectivamente, vivimos en algo que puede parecerse a una polis (aunque nuestra sociedad es un poco menos civilizada), y que todos los eventos de la misma están tamizados por diversos ordenes de “lo político”, es decir, de la administración de la polis, del mandato público, colectivo, social.

El problema con esa definición es que cuando un concepto no tiene márgenes ni fronteras, o cuando estos son tan amplios, dicho concepto pierde significación, de algún modo, debido a su amplitud, carece de peso cultural.

Por otro lado, no creo, en absoluto que todo el arte sea político… de hecho, ni siquiera creo que todo pueda llegar a ser arte y varias otras de las nociones que emergieron con las vanguardias y, sin duda, con la posmodernidad, me parecen discutibles en este sentido.

Como nos recuerda Raymond Williams, la cultura es el modo en el que vivimos, el modo en el que participamos de nuestra sociedad y, dentro de ello, el arte, efectivamente, puede transformar, no digamos los procesos sociales, pero sí las formas en que los comprendemos; precisamente por ello es que una obra como “Pedro, Juan y Diego” que por estos días se encuentra en cartelera en el histórico teatro Ictus, desde mi punto de vista, fue (y es) una obra política.

La obra, estrenada hace más de 40 años (1976) y escrita por David Benavente más el colectivo del teatro Ictus, transita por la vida de tres obreros de una construcción y una mujer que vive en el sector. Esta simple base, muestra una propuesta clara. Aunque el montaje no se centra en los discursos abiertamente ideologizados o de respuesta social ni contestatarios (aunque los hay) es evidentemente un teatro político en la medida que expone como centro temático la historia de personajes vinculados al proletariado, la mirada es sencilla e incluso (esto se agradece) humilde: tres obreros y una mujer de barrio en su cotidiana vida, intentan sobrevivir a las idas y venidas un capitalismo radical, avasallador e inhumano.

No es necesario más.

Simplemente se trata de exponer la sencillez de un conflicto histórico, cotidiano y profundamente humano, ello es -en sí mismo- un gesto político, un gesto político que la izquierda partidista, en las últimas dos décadas, parece haber abandonado: denunciar la lucha de clases.

Puede que existan modos más complejos, sofisticados y profundos de tratar el tema, sin duda que sí, pero no todo el teatro necesita ser de ese modo, más aún, una de las razones por las que, tal vez, el publico haya dejado de llenar salas como en antaño, sea que se siente alejado de lo que sucede en ellas. Por otra parte, se trata de una obra que se estrenó en plena dictadura, lo que le da un valor extra.

En “Pedro, Juan y Diego” confluyen una serie de características que la hacen una obra que, sin duda, vale la pena ver.

Primero, la dirección de Jesús Urqueta se centra en la actuación. Se juega en la idea de que es la actuación y el texto lo que prima y desde allí levanta el espectáculo, no genera un muro pirotécnico tras el cual emerge la obra, sino, al revés: la obra emerge en primera instancia, de forma directa y eficiente, con las actuaciones y el texto, dando lugar a una serie de ires y venires escénicos sutiles y agigantados, dependiendo del momento de la acción dramática.

Por supuesto, para lograr un efecto así, se requiere de actuaciones sólidas, como mínimo, y no cabe duda que el trabajo del equipo en escena es notable. Cada uno de los actores y la actriz que tenemos sobre las tablas, levantan una celebración escénica maciza y muy bien lograda.

Roberto Poblete cae perfecto en el rol del viejo maestro, el que sabe más que el propio arquitecto, va y viene por escena desgajando sus textos con precisión, seguridad y la presencia escénica a la que (nos) tiene acostumbrado al público, definitivamente, Poblete no solo es un actor histórico, sino que también es un brillante artista.

Daniel Muñoz, como siempre, hace una fiesta en escena. Juega, ríe, improvisa y siempre nos regala personajes entrañables, un don que ha tenido desde sus inicios, ciertamente.

Nicolás Zárate es un actor de primera. Como es usual en su trabajo, construye un personaje lleno en diferentes capas, con múltiples luces y sombras que terminan por conformar un carácter macizo, lleno y recordable.

Por otro lado, Víctor Montero hace lo propio. Con fuerza y técnica, toma un personaje que podría ser un cliché y lo desenvuelve con distintas dimensiones, códigos, e incluso, con contradicciones. Montero esa extraña clase de actores que uno siempre quiere ver más.

No hay personajes pequeños, solo actrices y actores que no dan la talla y Emilia Noguera ilustra este viejo proverbio a cabalidad, demostrando que es una gran actriz, pues muestra con tensiones y distensiones, durante todo el montaje, la potencia de una actriz que toma un personaje (quizá el más complejo de la obra) que en manos de otra profesional podría ser un mero adorno, para constituirlo en un ancla que cimenta el montaje.

Giordano Rossi sostiene su actuación con eficacia y enorme energía, establece un personaje al que logra darle matices, articulando un pequeño viaje con él, lo que no es nada fácil cuando el tiempo en escena es escaso.

Joaquín Montecinos, articula un universo sonoro gestado con propiedad en relación a lo que la obra requiere, sigue la acción y la hace brillar más a través de su aporte, el que sin duda comparte con la iluminación a cargo de Ignacio Trujillo, quien también logra que en escena se generen matices, formas de abordar las distintas fases de la obra.

Catalina Devia, con el diseño de espacio y vestuario, sigue esta misma premisa: busca fomentar la acción, producir el efecto necesario en el momento necesario para la obra, sin caer en la sobrecarga que, a menudo se usa para tapar falencias y no para acompañar la acción.

“Pedro, Juan y Diego” no solo es el rescate de una obra histórica, como parte del ciclo de este tipo de trabajos que está haciendo el icónico teatro Ictus, sino que además, se trata de una obra que, sin necesidad de un panfletario texto o efectos escénicos parafernálicos, se centra en una vieja historia de nuestra país y continente, así como del mundo: la lucha de clases; lo hace de un modo lúdico, sencillo y sin hermetismos, esta obra demuestra -con 49 años ya de estrenada- que no es necesario llevar el teatro a la política: siempre estuvo ahí, solo necesitamos recordarlo en este desmemoriado país.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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