CULTURA|OPINIÓN
“La música de los domingos por la tarde” de Gonzalo Garay: escéptico repaso del pasado
A sus 20 años no conectaba mucho con la filosofía que sostiene la enseñanza de los movimientos de la batalla y así, su época se convierte en el ambiente propicio para practicar con desconocidos en la calle; Unidad Popular y posterior Golpe de Estado, cuando los ánimos estaban caldeados.
Nicolás Stewart está en la casa de sus padres, sentado en el sillón de los recuerdos, desde donde lleva a cabo un exhaustivo examen de su vida, en un tono escéptico, permitiendo que exista un constante salto temporal al pasado, lo que le da a la novela un carácter marcadamente fragmentario desde un inicio. Por lo mismo, la experiencia lectora se vuelve más provechosa si no está demasiado focalizada en establecer conexión entre los diferentes episodios.
Desde que Andrea Ramírez, la guapa profesora de lenguaje que le ayudara a identificar la música de los domingos por la tarde de la que le hablaba un tío -ese momento lleno de saudade como dirían los brasileños en que se abren las percepciones para la creación-, Nicolás ha decidido convertirse en escritor:
“Mi terapia fue escribir, y fue así como me encontré nuevamente frente al computador para contar una nueva historia con personajes conocidos, una ficción con sutiles toques de realidad, quizá una expresión de mis más oscuros deseos”, dice el protagonista.
Conocemos su proyecto escritural, en donde Stewart le da voz a un abogado, Gustavo García, metiéndose en su piel, relato que está señalado con letra cursiva, lo que facilita al lector la tarea de distinguir quien está hablando. Se trata de los mismos personajes, con la diferencia que la libertad, propia de la creación literaria, permite a Nicolás hacer lo que quiera con ellos, con total impunidad.
Esto va generando un juego de espejos que a ratos se torna confuso y en donde es importante estar atento a los detalles. Desfila una multiplicidad de personajes y escenarios, haciendo que para el lector no sea fácil seguir la narración fluidamente, pero le juega a favor una prosa bien cuidada, que establece un contraste con algunas situaciones macabras, como cuando la intrigante Elisa Fauré encuentra en la calle el miembro sexual de Arturo Valenzuela, que reconoce entre carcajadas, como una especie de homenaje bizarro a Terciopelo azul de David Lynch.
Una novela siempre tiene la posibilidad de exceder los límites que impone la narración, como si fuera un árbol al que le nacen infinitas ramas. Impresiona en este sentido el interés del autor por incluir diversos mundos, con detalles que denotan que se sabe de lo que se está hablando.
El padre de Nicolás Stewart era abogado y por él, probablemente por conversaciones de sobremesa, ha aprendido de Cesare Lombroso, médico italiano que afirmaba que la delincuencia tiene causas biológicas con elementos que el individuo traería consigo, y, de este modo, ciertos rasgos faciales delatarían a la persona que delinque.
Su libro Tratado antropológico experimental del hombre delincuente, de 1876, profundizaba en esta materia, temas que ya están obsoletos pero para la gente que tuvo que estudiarlo aún sigue siendo un eufemismo elegante para referirse a quien nos hace apurar el paso en la noche, como le ocurre a Nicolás con un tipo que intenta asaltarlo en el centro de Concepción, solo que opta por la acción, enfrentándose al lombrosiano.
Otro ejemplo para apreciar el modo en que intervienen distintos mundos es en un episodio, narrado por Gustavo García, en que se relata la historia de Juan Pablo Orrego, uno de los puntos fuertes del libro, quien de joven practicó artes marciales, profundizando en el karate. Se nos habla de las dos academias más importantes que había en Santiago en ese tiempo y, en fin, tenemos la sensación de alcanzar a ver pinceladas de un universo complejo.
A sus 20 años no conectaba mucho con la filosofía que sostiene la enseñanza de los movimientos de la batalla y así, su época se convierte en el ambiente propicio para practicar con desconocidos en la calle; Unidad Popular y posterior Golpe de Estado, cuando los ánimos estaban caldeados y el menor roce podía terminar en pelea. No lo hace dese una lógica partidista, lo que le interesaba era aplicar lo aprendido.
De pronto su padre le informa que se va a Alemania, a la casa de un amigo suyo de confianza, establecido en la RDA, Gastón Fauré, donde permanecerá por tres años, creando una red de contactos que luego utilizará hábilmente para hacer negocios en su regreso a Chile. El retrato que se hace de la República Democrática Alemana no es desde el interior de la burocracia estatal y los conflictos que esto generaba entre diferentes personas (como hiciera Carlos Cerda en Morir en Berlín), sino que centrado más bien en el astuto que sabe moverse, da un poco lo mismo donde.
De ahí que Juan Pablo, siguiendo indicaciones de Fauré, comienza a visitar a las comunidades de chilenos residentes y da la voz de alarma cuando alguien se queja de algo relacionado al régimen. A Orrego le daba lo mismo el comunismo, el compañero y todo ese mundo, lo que le interesaba era el poder y caminar con seguridad por la calle, pechito paloma.
La novela en el fondo gira en torno a la creación desde diferentes perspectivas. Y es por esto que se establecen analogías con otros quehaceres, como con el oficio panadero:
“Me empleé en la pastelería como si se tratara de un juego, una experiencia con vocación investigativa que me llevó a explorar en un arte que exige amor y talento natural, a diferencia de otras disciplinas artísticas en que se puede prescindir de todo aquello”.
Una escritura que pueda prescindir de amor y talento natural, afirmación que toma más fuerza al día de hoy con la presencia de la Inteligencia Artificial, que permite sacar adelante obras genéricas. Dicho sea de paso, una pastelería que esconde un secreto que explica porqué la gente se ha vuelto adicta a sus productos y es que el cocinero emplea una antigua receta de metanfetamina en su elaboración, misma droga que luego el narrador principal consumirá hasta el hartazgo para darle cabida a ese particular estado de euforia de la creación y ver de qué modo convertirlo en un texto.
Nicolás suele mostrarse muy preocupado de dejar en claro quién es y en ocasiones esto resulta un poco contradictorio. Por ejemplo, que luego de hablar sobre la moral en la vida social y en el modo en que la sociedad condena a las personas que no son leales, reflexione:
“Cada cual hace lo que puede para sobrellevar el peso de la vida, de la rutina y los rígidos esquema sociales, no me hablen de lealtades, que de eso están construidos los amargos y depresivos, los que optaron por moverse al ritmo que impone la manda”.
Este tipo de pasajes ralentizan la novela y la dan una carga pedagógica (y, de paso, acercándose en un sentido inverso a la moralina que criticaba) que no aporta mayormente. El lector no requiere que le indiquen las cosas de ese modo, como si fueran carteles de intertítulos en una película muda, es preferible directamente ver al personaje comportarse de tal o cual modo.
Existe un juego en torno a la identidad que atraviesa toda la novela; nombres que se comparten por más de una persona, oficios que para llevarlos a cabo exigen asumir una identidad, un nombre único, que se pasa la posta de generación en generación, como ocurre con Bastián Richter, el desquiciado panadero, en el relato de Gustavo García, que lleva adelante una panadería con grasa humana y metanfetamina. Probablemente tiene relación con la actividad literaria, en donde la obra, luego de ser finalizada por el autor y salir al mundo, es como si dejara de pertenecerle; lector y autor se confunden en la actividad sin tiempo de la lectura.
La música de los domingos por la tarde es una novela que requiere de una lectura atenta, en donde no es tan relevante la sucesión cronológica de los acontecimientos, como encontrar alguna coherencia entre ellos y eso es tarea del lector. A ratos se abusa de la dispersión (no es relevante ni agradable leer sobre el correcto modo de limpiarse el trasero después de defecar) pero en general está bien utilizado y es coherente con una narración que se alimenta de distintos mundos.
Se profundiza en los personajes, tienen aficiones, detalles, logrando un desarrollo bien acabado de sus interioridades. Los dos planos realidad-creación, entremezclados constantemente, hacen que el testimonio del primer narrador, Nicolás Stewart, adquiera categoría casi de documental; si podemos leemos sus textos literarios, narrados por Gustavo García, lo que él nos dice debe ser verdad. Por supuesto es un juego, (si fuera así el autor de este libro estaría buscado por la justicia) pero bien llevado. No por nada se menciona al Quijote, libro que ya en aquellos años ponía en entredicho las rígidas fronteras entre la ficción y la realidad, complejizando el juego.
Ficha técnica:
Título: La música de los domingos por la tarde
Autor: Gonzalo Garay
Año: 2025
203 páginas
Editorial: Trayecto
@trayectoeditorial
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