¿Identidad chilena? El desconcierto de nuestros retratos hablados
Por tradición y doctrina llamamos identidad a esos retratos hablados. Son retratos porque circulan a través de imágenes, son hablados porque están en permanente construcción y son retratos hablados porque se construyen no como fotografías sino como esfuerzo interpretativo e imaginario.
El auge reciente de los debates sobre la identidad y el modo de ser de los chilenos no es farándula literaria. Es expresión -mejor o peor- de lo que nos pasa y de los procesos reales en los que vivimos. Para vivir en sociedad y ponernos de acuerdo con los demás es indispensable tener una imagen sobre nosotros mismos.
Hoy la imagen heredada parece no servirnos de guía. Es un mapa que ya no coincide con el terreno sobre el cual nos movemos, que ha cambiado. Hemos cambiado nosotros, han cambiado nuestras relaciones y ha cambiado la forma objetiva del país. El debate actual es expresión del desconcierto que esto nos provoca. Pero parece limitarse a constatarlo.
Hasta ahora se ha descuidado la reflexión sobre los desafíos que implica la necesidad de construir nuevos mapas. Estos pueden cambiar, pero no se puede avanzar sin ellos.
1. ¿Por qué justo ahora estamos haciendo radiografías de quiénes somos? Porque lo que nos han dicho y nos hemos dicho que somos no nos permite interpretar lo que nos pasa y lo que hacemos.
¿Por qué estamos pesimistas, por que nos desnudamos en la calle, por qué ha dejado de interesarnos la política, por qué nos sentimos inseguros? Las imágenes una y otra vez enseñadas del país cívico, emprendedor, amistoso, doméstico, insular de cuerpo y alma, no sirven ya como explicaciones.
Pero por qué ahora y no antes, si los cambios son normales y el brusco giro de la modernización tiene ya dos décadas: porque la discusión sobre nuestros mapas ha sido un debate postergado. Para salir de lo que se experimentó en los ’70 y ´80 como un pantano y como la negación más flagrante de lo que creíamos buenamente ser, necesitábamos seguir una carta de navegación puesta fuera de dudas.
La modernización y especialmente la transición fueron también una propuesta identitaria. Algo así como un manual para dejar de ser aquello que fuimos y nos aterró y para ser aquello que sería bueno ser. Las necesidades de la racionalidad política, la gobernabilidad para tiempos de amenazas, contenía también un efecto subjetivo: disciplinar la identidad y postergar algunas preguntas culturales para tiempos mejores.
Hoy ha entrado en crisis el sentido futuro de esa racionalidad política. La primera víctima de ella es un sistema político cuya oferta pública de cartas de navegación no hace sentido en las aguas cotidianas de la mayoría de la gente.
2. Pero para la gente común y corriente esto se ha vuelto también un problema. Los esfuerzos cotidianos, que son siempre esfuerzos con otros y se despliegan en el tiempo, requieren de un sentido que los organice y aliente. Eso no puede crearlo cada uno por sí solo. Los mapas de orientación y las identidades son una tarea colectiva. Cuando se hacen difusos e inverosímiles, la vida cotidiana se hace difícil.
Se trata de situaciones muy concretas. Es el caso de una madre que se esfuerza trabajando para cambiar a su hijo de una escuela municipalizada a una particular subvencionada. Ella cree que la diferencia es vital para el futuro de su hijo, pero cuando las imágenes del futuro social se hacen difusas y la movilidad impredecible, entonces al caer noche y cansada, duda: ¿y todo este esfuerzo, para qué?
La ausencia de identidad y mapas colectivos se vuelve agobiante. Las preguntas ¿quiénes somos, qué queremos, qué podemos, para qué todo este esfuerzo? se han vuelto explosivas en la misma medida en que fueron largamente calladas y sus respuestas canónicas son insuficientes.
3. ¿Por qué llamarle identidad al objeto de ese debate? Hay una necesidad básica: comprender la trama que da sentido a la multiplicidad y a veces contradicción de nuestros momentos y acciones cotidianas. Esa necesidad se ha resuelto normalmente a través de relatos colectivos que nos dicen cuál es el trayecto del pasado al futuro sobre el que avanzamos, cuál el territorio sobre el cual nos movemos, quiénes somos los que actuamos ahí y cómo lo hacemos, quienes los adversarios de nuestros propósitos.
Por tradición y doctrina llamamos identidad a esos retratos hablados. Son retratos porque circulan a través de imágenes, son hablados porque están en permanente construcción y son retratos hablados porque se construyen no como fotografías sino como esfuerzo interpretativo e imaginario.
Pero la identidad no existe en los relatos hablados, de la misma manera que las personas no existen en el reflejo de los espejos. Existe en la relación que las personas y los colectivos establecen con esas imágenes: relaciones de reconocimiento, de extrañeza, de apelación, de entusiasmo o de frustración.
La navegación real de un marino no está en su mapa sino en la relación que estableció con él. Así también las identidades o su ausencia son el resultado de las relaciones que establecemos con nuestros retratos hablados disponibles.
La actual dificultad para satisfacer la necesidad básica de sentido no radica en las incoherencias literarias o ideológicas de los retratos hablados circulantes. Radica en la dificultad de la sociedad y de sus grupos para reconocerse en ellos. La descripción de este hecho es uno de los aportes del último informe de desarrollo humano del PNUD. Muestra, además, que esto tiene sus raíces en las transformaciones ambivalentes de las experiencias cotidianas. Muchas de esas experiencias no encuentran reconocimiento y sentido en las ofertas actuales de retratos hablados de la sociedad.
4. Lo central es que los relatos disponibles no logran responder a dos demandas básicas de sentido para la vida cotidiana. Primero, lo que hacemos día a día es relacionarnos con otros. Aún nuestras acciones y deseos más íntimos y personales dependen de ellos o son sus destinatarios. Por eso, para comprender el sentido de nuestras acciones realizadas debemos sentirnos parte de un orden colectivo. Necesitamos para ello de una imagen positiva de los deberes y derechos que nos vinculan a él. Por moderno que sea un retrato hablado de la sociedad no puede renunciar a proponer una imagen de comunidad como origen y resultado de lo que hacemos.
Pero los relatos que circulan son más bien teorías sobre el funcionamiento anónimo de la sociedad. Se enfatiza el equilibrio de las fuerzas del mercado y de la burocracia, y no la acción conjunta de las personas como textura de la sociedad. Consecuentemente, la gente experimenta a la sociedad y sus productos como algo extraño.
Como muestra el informe citado del PNUD, la gente interpreta su vida cotidiana como adaptación a las exigencias de ese mundo de sistemas y poderes y no como un mundo de relaciones dotadas de un sentido social. A eso le llaman «la máquina» y les provoca «agobio».
Un retrato hablado que no es capaz de reflejar la comunidad, el «nosotros» que existe tras los múltiples rostros de la vida cotidiana, y que a cambio nos dice cómo funciona sistémicamente la sociedad es tan útil como un espejo que refleja la formula química del vidrio del que está compuesto. Ninguno de los dos posibilita el reconocimiento.
Segundo, el sentido de la vida cotidiana es inseparable de la experiencia del tiempo. La gente ve cómo crecen los niños, los árboles, la ciudad, los embarazos. Ven envejecer a los ancianos, las casas, el color de las fotos. Ven nacer y morir y saben que serán parte de eso. El tiempo es una experiencia desconcertante mientras no se le dote de sentido.
¿Para qué cambian las cosas? La idea del futuro, de la esperanza, de la historia que conduce a ella es una de las más grandiosas invenciones que hemos hecho para dotar de sentido al tiempo. El futuro ha llegado a ser una necesidad básica.
Hoy, para muchos es difícil validar un sentido de futuro a partir de lo que ven en sus vidas cotidianas. Ello se experimenta como incertidumbre. La misma incertidumbre de esa madre que no sabe si sus esfuerzos de hoy redundarán mañana en mejores oportunidades laborales y de integración social de su hijo. A pesar de los notables avances que ha traído consigo la modernización y la transición actual, ha contribuido poco a dotar de sentido histórico a sus realizaciones.
5. Los retratos hablados o identidades que las sociedades se construyen para poder actuar siempre han sido parciales, precarios, cambiantes y aquejados de apolillamiento. La crítica es necesaria para desenmascararlos, pero sobre todo para mantenerlos dinámicos. Sin esa crítica permanente, los desconciertos identitarios se vuelven explosivos y nocivos.
Sería bueno favorecer la reflexión crítica sobre nuestros retratos hablados, especialmente en el mundo de la política. Pero la crítica no debe hacernos olvidar que no hay sociedad sana sin una imagen de sí misma que provea reconocimiento recíproco entre sus miembros, trama a la vida cotidiana y sentido de futuro al tiempo.
Tan importante como la crítica es la elaboración de nuevos y mejores retratos hablados. Lo agradecerá la política, que encontrará una vía para recuperar su legitimidad y función social. Lo agradecerá también la señora que se esfuerza por su hijo, porque tendrá alternativas creíbles para responderse a la pregunta ¿y todo este esfuerzo, para qué?
* Coordinador general de los informes del PNUD.
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