
Evópoli: “Los hijos del padre”
Son la especie gatopardesca de oligarquía pura y filistea, que busca inconscientemente que todo cambie para conservar sus posiciones. Nada nuevo saldrá de esa esterilidad condicionada por la implacable ley paternal.
Nacieron al alero de Piñera. La cortesía erudita de uno de los más destacados, Ignacio Briones, o la carrera del ex ministro Gonzalo Blumel, quedaron, desde el inicio, a la sombra del padre, ahora, tras el fallecimiento del ex presidente, bajo la “Ley” del padre muerto. Especialmente el resto, amenaza no ser más que un ramillete de “hijos de”: oligarcas sin luces propias, que jamás han superado ni podrán superar al padre.
Le ocurre a Hernán Larraín hijo. Teniendo todas las oportunidades educativas, no pudo ir a Derecho a la UC, donde su padre estudió, fue dirigente estudiantil y por mucho tiempo delfín del rector Vial. Hernán hijo tampoco tuvo luces artísticas, como su hermano. Terminó como discreto alumno en una discreta universidad privada. Ahora último se animó a escribir un endeble libro en el que pretende articular sus balbuceantes nociones de liberalismo. No hay una reactualización del centenario acervo liberal, ni una discusión en forma con las corrientes alternativas –el marxismo o el neomarxismo, el pensamiento conservador o tradicional– sino apenas versiones desgreñadas de críticas al “populismo” o a la dictadura (otro gesto contra el padre). Probablemente el texto quedará … para recuerdo suyo o de sus parientes.
El complejo del padre ronda a Felipe Kast, otro “hijo de” alguien que lo sobrepasa con creces. En este caso, de Miguel, el impulsor del inmenso programa de políticas sociales de Pinochet. Felipe Kast fue quien tuvo la repentina idea de ir a estudiar a Karl Marx ¡a Cuba! Podrían haberle advertido que a Marx se lo estudia de verdad en las universidades de Alemania, el Reino Unido o incluso en Estados Unidos. Ahora el vástago Kast está dedicado a una extraña vida de farándula, de la que aún no se logran definir los contornos.
Otro “hijo de” es el actor amateur de teleseries Luciano Cruz-Coke, vástago del destacado jurista e historiador de las ideas Carlos. Sólo de lejos mira a su padre, por más que intente impostar un tono severo.
Santa Cruz, el presidente de Evópoli, dudosamente requiere una mención, pues es, más bien, una especie de operador, levantado por el ramillete de oligarcas para recuperar, por interpósita persona, al partido que fundaron y que Gloria Hutt, osada mujer, se atrevió a arrebatarles con bases menos identitarias.
La verdad es que importaría muy poco, salvo para las roñosas páginas de una revista de farándula televisiva como de los noventa, que un conjunto como el de marras hubiese querido armar un partido político. Daría casi igual, si se miran sus escuálidos resultados, tras años y años de funcionamiento. La única excepción electoral es Felipe Kast, quien no es improbable que sea el producto de un malentendido bien explotado por los cerebros de su campaña: muy posiblemente lo confundieron con su tío José Antonio. El grupo de marras sería casi irrelevante, sus poses doctrinarias anecdóticas, los lemas frivolidades de élites ricas, casi irrelevante, digo, si no fuese por el mentado asunto del padre. Ahí radica probablemente la fuerza, el nervio de lo que de otro modo no sería sino una anomalía inoficiosa.
Ocurre que esos “hijos de”, de los que venimos leyendo, hubieron de dar cauce a una rebeldía. Esa rebeldía estuvo, sin embargo, a la altura de sus posibilidades. No se trató de un alzamiento en forma o de un rompimiento audaz, creativo, el ejercicio de verdaderas fuerzas profundas capaces de modificar los atavismos de un entorno abrumador. La billetera no se toca. El espíritu de clase es sagrado. Ese mandato radica en la base inconfesada más honda de los mentados liberales.
Dada esa intangibilidad, el núcleo o punto ciego, las posibilidades de rebeldía y alzamiento son sucedáneos, remedos, sustitutos del fondo intocable. Sus rebeldías ante sus familias fueron pequeñas rebeldías.
Así, se alzaron con un liberalismo moral de cuño sexual o de alcoba, manifestado en connatos de proyectos políticos, de comportamientos personales, en arranques de DJ o de Don Juan de gustos heterodoxos.
También secretó el humor rebelde por el reclamo contra la dictadura y las violaciones a los derechos humanos. Lo que en principio podría haber sido loable, fue un acto lamentable, como de niños maltratados: los padres de los “hijos de” padres involucrados hasta el cuello en la dictadura, no fueron tocados, a los padres se les mantuvo estricto respeto, la línea de sangre y la hacienda son intangibles. Ni Larraín condenó a Larraín, ni Kast a Kast, ni Cruz-Coke a Cruz-Coke, etc. Se trató así de una sintomática finta sin filo, tosca, inadvertidamente reprimida.
O sea, a un lado tenemos resentimiento acallado, que se asoma en las almas dolidas que más conviene compadecer, pero que carecen completamente de significado existencial y político, como no sea el de la frustración encarnada. Al otro lado, sin embargo, nos hallamos con la capacidad de daño.
Porque, recordémoslo, estos otrora jóvenes, no han matado al padre en lo nuclear. En materia económica y en los asuntos sucesorio-patrimoniales, donde el asunto importa, la palabra del padre es, sigue siendo, Ley. Ahí son tan recalcitrantes, más recalcitrantes incluso, puestos a operar, como los más duros neoliberales.
Los controladores de Evópoli tienden entonces a pensar la política de manera acerada, desde el metal, la férrea gestión y un neoliberalismo radical. Toda la eventual blandura se transforma en rudeza economicista. La tesis, que aplican sin matiz en situaciones de crisis, es más o menos la misma que la de Jovino Novoa (QEPD), un duro entre los duros en estos asuntos de sobrevivencia económica y de clase: si la economía (neoclásica) anda bien, el resto vendrá por añadidura.
Fue ese economicismo rudo e implacable el que simplemente le impidió al grupo Evópoli en su momento advertir la crisis profunda, eventualmente sin fondo, de legitimidad hacia la que se desbarrancaba el país, para lo de octubre de 2019 (sobre esto, véase este ensayo que escribimos con Mario Desbordes, descargable aquí: https://www.academia.edu/49395773/Crisis_epocal_y_republicanismo_popular_Santiago_Ediciones_del_Puangue_2021_Completo_).
Entonces, los Evópoli fueron primero sorprendidos y luego se transformaron en una muralla infranqueable de la figura del padre de entonces: Sebastián Piñera. Cuando había que conducir el proceso político, le ayudaron a paralizarse; cuando había que mostrar grandeza, lo respaldaron en la tacañería. Sólo el Coronavirus y las capacidades de gestión sobresalientes de Piñera, Mañalich, Paris y Daza salvaron por el lado lo que de otra forma nos hubiese hundido como nación.
Vale decir, en el momento de la crisis de legitimidad más importante por la que atravesó el país, probablemente en un siglo (desde el Centenario), el complejo del padre hizo cuajar una camarilla que por poco fue cómplice en el descalabro general del país.
Lamentablemente, aunque en Evópoli, entre sectores del Partido Republicano y toda esa rara flora aparecida al alero de la incompetencia y corrupción de la izquierda frenteamplista, sigan sin tomarle el peso al asunto, todavía nos hallamos en una crisis de legitimidad profunda.
A esa crisis simplemente no la entienden. No la entienden porque carecen de las herramientas hermenéuticas y políticas como para comprenderla en el preciso nivel en el que se encuentra: el de la legitimidad política, el del ajuste y desajuste entre las pulsiones y anhelos populares y las instituciones y maneras en las que estamos viviendo.
Además, entender la crisis, para Evópoli sería algo así como cuestionar en serio el patriarcado: el orden económico estricto, severo, vertical, acerado y mecanizado que decidió imponer la oligarquía junto a Pinochet.
Por eso, las actitudes “buena onda” en temas de moral de alcoba, las apariciones vestido de mujer o como DJ de algún dirigente, sus juegos farandulescos; incluso sus llamados al “nunca más”, a rechazar de plano el golpe de estado (¿qué le dirían a los cubanos o a los chinos o a los que cayeron bajo el peso de Pol Pot o de los soviets en Rusia; o a quienes casi sucumben, si no hubiese sido por las armas, también a los soviets, en la Alemania previa a Weimar?), a rechazar acertadamente las violaciones a los derechos humanos es coincidente –el correlato funcional, cabría decir– con su inconfesada obediencia canina al padre, con su economicismo de Guerra Fría, como el de la etapa más dura de la dictadura.
Son la especie gatopardesca de oligarquía pura y filistea, que busca inconscientemente que todo cambie para conservar sus posiciones. Nada nuevo saldrá de esa esterilidad condicionada por la implacable ley paternal. Equivocados estarán quienes se hagan ilusiones con uno de los grupos en definitiva más atávicos –y por lo mismo, más estériles– de la política chilena contemporánea.
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