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Política de emociones radicales

Política de emociones radicales

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Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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Un Estado experimentará riesgos al promover un pragmatismo internacional exacerbado sin anclajes valóricos de ningún tipo, apuntando única y exclusivamente a intereses, más si estos se imaginan atados a un único y exclusivo aliado.


“El señor futurista y medioeval que es el patrón de Italia”, ha sido una de las más exquisitamente precisas descripciones que se hizo alguna vez de Il Duce, Benito Mussolini, brotada de la elocuente pluma de Lucía Godoy Alcayaga –Gabriela Mistral– en 1932, para manifestar su enfado ante la prohibición fascista para que mujeres asumieran cargos de representación diplomática en la península, imposibilitándola de ejercer como cónsul chilena en Nápoles. En una palabra, “emoción”, aunque expresada con la sofisticación típica de la Nobel por venir.

Esta cuestión puede resultar compleja para los cultores del binomio razón versus emoción, escorados sobre el universo aristotélico que brinda un anclaje seguro al privilegiar al zoon logikon, el animal racional, como marca distintiva de la humanidad y la política. Un enfoque complementario es el del neokantiano Ernst Cassirer, quien concibe al ser humano como un animal simbólico. Desde dicha óptica, el lenguaje a menudo asociado a la razón expresa primero emociones y sentimientos antes que ideas y pensamiento, estos siempre en dependencia del sistema simbólico conceptual.

Existen muchos ejemplos de emocionalidad aplicada, por ejemplo, al culto a la comunidad nacional. La religión civil de Rousseau promovida por la dirigencia estatal para preservar la cohesión social, da testimonio de aquello. También se puede aludir a metodologías políticas de resistencia pacífica implementadas contra la segregación racial en Estados Unidos, a su vez inspirada en el Ahimsa (no violencia) y Satyagraha (fuerza de la verdad) de raíz hindú y desarrollo gandhiano para la resistencia pacífica.

En política exterior, el cambio de dinámica sin renuncia a la esperanza de la unidad nacional fue protagonista de la Ostpolitik del canciller Willy Brandt, que pasó de no reconocer a la comunista República Federal Alemana ni a los países que lo hicieran (doctrina Hallstein) a vínculos culturales y económicos más cooperativos que fomentaran una distensión.

Por lo tanto, lo problemático no reside tanto en la emoción en sí misma, sino en la radicalización que descarta todo tipo de diálogo o intercambio con un detractor. Es la polarización afectiva, que se ha tomado el debate académico y mediático al menos desde la campaña de Donald Trump en 2016, caracterizada por la animadversión entre seguidores de distintas opciones políticas.

Este malestar convertido en hostilidad se pudo observar en el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021. En esa línea, tampoco se puede decir que Bolsonaro inventó la distancia ideológica en su país, aunque sí la profundizó hasta transformarla en polaridad afectiva que repelía al flanco político adversario mediante la guerra cultural.

Asimismo, el peronismo ha sido descrito de muchas maneras, aunque algunos de sus fieles adherentes sostuvieron que ante todo era un sentimiento. Ahí se explica en parte la denominada “grieta” respecto de su imagen invertida, un liberal conservadurismo que de vez en cuando adopta formas populistas.

En cualquier caso, subyace la interrogante sobre si la radicalización se inició con las elites que impregnaron a las bases o son más bien las dirigencias que adoptaron un hastío previo del electorado como emblema. Aunque no hay duda de que los populismos han explotado hasta el paroxismo la dimensión emotiva –quizás intuitivamente inicialmente y sistemáticamente más tarde–, la tendencia es más amplia.

A menudo gobiernos sin un origen claramente populista apuestan por una tensión cotidiana que les permita preservar apoyos, mientras en no pocos casos sus oposiciones se esmeran en alcanzar la atención pública que deprecie al titular del poder, algo así como estar permanentemente en campaña. Ortega en Nicaragua y Maduro en Venezuela son duchos en dicho arte.

De más está decir que este tipo de polarización sempiterna, emotiva e identitaria afecta negativamente el desempeño de las democracias, complicando su capacidad de respuesta tanto a los desafíos como a la migración, así como ante amenazas pandémicas o de relaciones con un entorno adverso.

Por ejemplo, la política de sanciones unilaterales de Estados Unidos y la Unión Europea sobre altos personeros venezolanos y, desde 2019, a entidades, empresas y activos del Estado venezolano, aunque intentó castigar las violaciones de derechos humanos mediante la coerción económica, cayó en una “curva de rendimientos decrecientes” en su eficacia, incentivando la estrategia de Caracas de alianzas extrahemisféricas que consolidan sus vínculos con regímenes iliberales/no democráticos, cada vez más funcionales y orgánicos.

Lo mismo puede decirse respecto de políticas antimigratorias estrictamente unilaterales, que no observan el pacto mundial para la migración segura, ordenada o regular, ni procuran una mínima coordinación con los Estados de los cuales son originarias las personas en condición irregular. Política de los afectos o desafectos, como sugiere Dominique Moïsi en su obra Geopolítica de las emociones, al describir la relación con el Otro de crucial, también en la dimensión exterior.

Y si para Occidente el Otro durante la Guerra Fría fue el mundo comunista, hoy le quita el sueño el ascenso (reemergencia) de Asia –así como la amenaza de los radicalismos religiosos y más recientemente la migración–, a sabiendas de que pierde puestos en la competencia global.

En otros espacios la emoción también juega un papel determinante, por ejemplo, al pretender exorcizar la humillación pasada, como fue la política egipcia de Nasser antes de los acuerdos de Camp David o el actual expansionismo de Vladimir Putin, que intenta resarcir el orgullo a su país tras la caída del Muro y las promesas de no ampliación de la OTAN. O como plantea el exasesor del Kremlin, Vladislav Surkov: “Rusia se expandirá en todas direcciones, hasta donde Dios quiera”.

Desde luego, el miedo también es parte de este registro emotivo. Qué duda cabe de que la sensación de inseguridad ha movilizado al moderno Estado de Israel desde su creación. Lo mismo puede decirse de la Rusia imperial –ya sea en su encarnación zarista, soviética o a partir del año 2000–, siempre superando sus fronteras previas ante el temor de un ataque profundo.

Pero la cuestión es que el miedo puede originar ilusiones ópticas, cuando no engaños, debilitando a menudo la democracia liberal en Occidente y envenenando las relaciones con entornos adversos.

Eva Illouz complementa, en La vida emocional del populismo, cómo experiencias colectivas concretas se traducen en emociones y motivaciones que a su vez generan una narrativa de acción política. La especialista lo ejemplifica a través del resentimiento israelí basado en: a) traumas judíos pasados siempre presentes (discriminación, progromos y en el siglo XX el Holocausto, la lucha contra el poder colonial británico y los vecinos árabes); b) en la ocupación de la tierra desde 1967 que implicó controversias sobre la naturaleza del sionismo y la segmentación de su sociedad entre comunidades de diverso origen; c) la discriminación hacia los judíos nacidos en el mundo árabe de Asia Menor o Norte de África, los mizrajíes y sus descendientes, que decantó en el fortalecimiento de la opción sionista religiosa ultraortodoxa, con partidos políticos hoy en el poder.

Una política exterior, como cualquier otra política basada en ismos, corre el peligro de sobreideologizarse, polarizando temas y afectos. Pero también un Estado experimentará riesgos al promover un pragmatismo internacional exacerbado sin anclajes valóricos de ningún tipo, apuntando única y exclusivamente a intereses, más si estos se imaginan atados a un único y exclusivo aliado. Se trataría de un tipo político inspirado en la frase atribuida a Groucho Marx: “Estos son mis principios, y si no les gustan, tengo otros”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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