
La ley 21.794, las universidades estatales y “sus viejitos”: ¿ahorrar cueste lo que cueste?
Cosas del neoliberalismo, pero también de la improvisación e insensibilidad que frecuentemente guía el accionar de nuestro estado.
El artículo 90 de la ley 21794 –que establece el retiro forzoso a los 75 años en el sector público- es, desde todos los puntos de vista, un error.
La argumentación a favor de esta disposición, afirma que producirá un ahorro del gasto público y liberará puestos de trabajo para los nuevos arribos al mercado laboral. Lo cual fuera cierto si ocurrieran dos condiciones: 1-que esas personas con más de 75 años que aun trabajan fueran una cantidad tal que sus despidos aliviarían al mercado laboral y 2- que los despidos de esas personas van a resultar redituables en términos estrictos de costos/beneficios. Pero los estudios más competentes al respecto afirman que son en realidad muy pocos los trabajadores del sector público que permanecen trabajando en él más allá de los 65 años. Y por razones obvias, esta delgada franja de profesionales atesora un capital envidiable de expertise y relaciones profesionales. De manera que los legisladores –que ciertamente se han excluido ellos mismos de la ordenanza- están proponiendo una pésima opción de ahorrar cueste lo que cueste: se gana muy poco y se pierde en lo fundamental.
Cuando este asunto se traslada al ámbito de las universidades estatales (UE), se torna más complicado. Aunque pueden existir razones éticas y de conveniencias que las UE comparten con otras áreas del sector público, en las primeras la situación es más compleja, toda vez que basan su trabajo en el saber y la excelencia, valores que, no es difícil entender, se atesoran con el curso de los años. Varios artículos se han acercado a este problema de las UE, desde diversos ángulos, por ejemplo, las implicaciones éticas de despedir súbitamente a una persona con plenas capacidades que dedicó su vida a un proyecto universitario y ahora debe comenzar a jugarse la sobrevivencia con las pensiones paupérrimas que las AFP ofrecen. Son juicios válidos, pero yo quiero enfocarme en la necesidad que tienen las universidades estatales de conservar sus recursos humanos, que sostienen proyectos de primer orden, y de colocar esta necesidad en un primer plano, sobre la base de que no debe ser la edad, sino el nivel de competencias, capacidades y conocimientos el que determine si una persona permanece en una cátedra universitaria.
La idea de que nuestras universidades estatales están repletas de ancianos riñe absolutamente con la realidad. Según estudios realizados, la edad promedio de los profesores universitarios era, al terminar la década pasada, 45 años, y en la UCH era de 52 años. En esta misma universidad menos del 8% de los profesores en 2023 tenían más de 70 años. Considerar que esta escueta franja es un reservorio incosteable de deterioro e incompetencia intelectual tampoco admite constatación empírica. En nuestras universidades hay profesores e investigadores incompetentes, solo aptos para realizar actividades rutinarias, pero no porque sean viejos –los hay ancianos, pero también jóvenes y de edad madura- sino porque son sencillamente incompetentes para un trabajo universitario. Y en cambio conozco numerosos casos de profesores que sobrepasan los 70 años y que muestran niveles creativos y rigurosos de producción intelectual y académica. Omito ejemplos chilenos para no pecar de omiso si acaso olvidara a alguien. Pero quiero recordar que Zygmun Bauman, quien murió a los 91 años, tuvo su mejor producción intelectual luego de los 75; que Edgar Morin se ha mantenido aportando ideas imprescindibles hasta la actualidad, cuando tiene 103 años; que dos portentos del pensamiento sociológico –Saskia Sassen y Nancy Fraser- andan cerca de los 80s y siguen asombrándonos con sus agudas observaciones; y que Maturana produjo 6 libros desde que, según la ley 21794, debió jubilarse y se mantuvo activo hasta los 90 años.
Al respecto existe una variedad notable de experiencias internacionales. En países como Canadá y Estados Unidos no hay retiro forzado. Lo que les permite mantener a sus profesores mientras posean las capacidades profesionales de rigor. Y en Harvard, nada sospechosa de liviandades en el tema de la excelencia, más del 40% de sus profesores se retiran después de los 75 años. En un país como España, el retiro es forzado a los 70 años, pero a petición del profesor y tras un análisis de una comisión técnica, se le puede adjudicar una posición de profesor emérito que garantiza otros cuatro años de contrato, y una relación honorífica vitalicia. Con esto las universidades estatales retienen a un personal altamente calificado. Y, huelga anotar, que estos catedráticos jubilados lo hacen con sus salarios casi completos, lo que les garantiza un retiro confortable, a diferencia de las miserables pensiones que proveen las AFP.
No estoy seguro acerca de todas las motivaciones que animaron a nuestros diputados a promulgar este articulo. Pero si estoy seguro de que un efecto de estos retiros forzosos es que esa franja altamente competitiva va a brindar sus servicios en las universidades privadas, donde no hay límites para el retiro. Y volveremos a la historia del empobrecimiento del sector público en función del privado, esta vez mediante el traspaso de un capital humano altamente capacitado.
Cosas del neoliberalismo, pero también de la improvisación e insensibilidad que frecuentemente guía el accionar de nuestro estado. En este caso estamos en presencia de un performance fallido, con mayores costos que ganancias y un gravamen moral detestable pues constituye una forma de edadismo, es decir, de discriminar a las personas simplemente por la edad.
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