
El miedo global no se combate con más miedo
Hoy, más que nunca, necesitamos líderes que no alimenten el miedo, sino que enfrenten sus causas reales: la desigualdad, la falta de oportunidades, la inseguridad laboral, el colapso ambiental. Líderes que reconozcan que los problemas globales requieren respuestas globales.
Vivimos en una época en la que técnicamente es posible pensar en una hiperconexión. Nunca antes la humanidad dispuso de tantas herramientas para compartir información, enterarse de tantos y diferentes problemas y observar tantas imágenes en tiempo real.
Sin embargo, la posibilidad técnica de conexión no necesariamente es sinónimo de comunicación o de diálogo, pues la conectividad de que disponemos no se traduce en cooperación, ni tampoco otorga margen para el desarrollo de los países y sociedades más vulnerables.
Quizás lo más relevante de las actuales capacidades de conexión sea su importante capacidad para ejercer control, particularmente un control que se basa en la construcción de una arquitectura del miedo. El miedo se constituye en un relato cotidiano que reconfigura al otro, al cambio, a la identidad, a la globalización misma, permitiendo al mismo tiempo a quien controla la conectividad disponer de nuestra imaginación y de nuestra voluntad.
Este miedo no es abstracto. Es tangible en los discursos políticos que resurgen con fuerza en diferentes rincones del mundo, impulsados por líderes de extrema derecha que saben capitalizarlo. En lugar de ofrecer soluciones reales a los desafíos globales –desde la migración hasta el cambio climático–, construyen narrativas que dividen. Narrativas donde el extranjero se convierte en amenaza, la diferencia en peligro, y la apertura en debilidad.
Con Bauman se popularizó hablar de “modernidad líquida”, un tiempo donde todo es incierto, fugaz, sin anclas estables. En ese contexto, el miedo nos obliga a buscar refugios, no importando si estos son moralmente aceptables o humanamente significativos. En ese espacio, los profetas que prometen orden y protección encuentran su tierra prometida.
En medio del pavor primorosamente sembrado, nadie se preguntará por el precio a pagar, especialmente si solo se trata de “nimiedades” como son derechos, civilización, conmiseración o, en definitiva, algo tan banal como la verdad.
La noción de “sociedad del riesgo”, también en boga hace algún tiempo, advertía que la globalización (sí, aquella a cuyo funeral parecemos asistir por estos días) generaba riesgos que difícilmente podrían ser gestionados dentro de las fronteras nacionales. De vuelta de ese planteamiento, el reflejo de muchos gobiernos en la actualidad es cerrar esas mismas fronteras, física y simbólicamente, como si el aislamiento pudiera ser una solución sostenible.
El miedo saltó desde una forma de control social y político al interior de las sociedades, hasta un marco de relacionamiento entre las naciones, se tornó desconfianza y hostilidad, cálculo e indiferencia.
En este clima, vemos cómo las propuestas multilaterales son cada vez más atacadas o puestas en duda. Se deslegitima a las organizaciones internacionales, se rompen pactos, se desacredita la cooperación como debilidad. El nacionalismo excluyente resurge con fuerza, y con él, la xenofobia, el racismo y la erosión de los valores democráticos.
Pero hay algo que no podemos olvidar: el miedo no se combate con más miedo. Se combate con diálogo, con educación, con memoria histórica. Se combate defendiendo el multilateralismo como un principio fundamental para gestionar los desafíos comunes, y no como una ingenuidad utópica.
Hoy, más que nunca, necesitamos líderes que no alimenten el miedo, sino que enfrenten sus causas reales: la desigualdad, la falta de oportunidades, la inseguridad laboral, el colapso ambiental. Líderes que reconozcan que los problemas globales requieren respuestas globales.
Si permitimos que el miedo gobierne nuestras decisiones políticas, lo que está en juego no es solo la convivencia, sino el futuro mismo de nuestra existencia.
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