
El día después
En política, hay derrotas silenciosas que se instalan antes que las urnas hablen. Esta parece ser una de ellas.
Este domingo, el oficialismo elegirá a su candidato o candidata presidencial. Pero, salvo sorpresa mayor, ese nombre será menos relevante de lo que parece. Lo verdaderamente importante —aunque no se mencione— es que se está jugando la base desde la cual se negociará la lista parlamentaria para las elecciones de noviembre, porque a esa sí o sí deben ir juntos o con convenientes pactos de omisión. Dicho de otro modo: lo que está en disputa ya no es el gobierno, sino la composición de la futura oposición.
En política, hay derrotas silenciosas que se instalan antes que las urnas hablen. Esta parece ser una de ellas. El oficialismo sabe —aunque no lo diga en voz alta— que su problema ya no es táctico ni comunicacional. Es estructural. No importa cuánto se movilice, cuánto afine su mensaje o cuán bien lo haga su candidato en campaña. Porque el problema no está en su oferta, sino en el rechazo que provoca. No hablamos de un traspié puntual o de una crítica pasajera: es un 70% de rechazo persistente, transversal y consolidado en los casi tres y medio años que lleva la administración. No hay estrategia de marketing que revierta eso en cinco meses.
Ese nivel de rechazo no es solo un síntoma de desgaste. Es la señal de que la marca oficialista —sus rostros, su tono, su manera de habitar el poder— ya no convoca mayorías. No porque represente ideas inaceptables para el electorado, sino porque aparece cada vez más encapsulada en un nicho que ha perdido conexión con el país real. Se ha vuelto una identidad que pesa más de lo que atrae.
¿Significa eso que la derecha ya ganó? Es lo más probable. Pero no está asegurado. Porque ese 70% de rechazo no equivale a un 70% de apoyo a la derecha. La mayoría que no quiere al oficialismo no se reconoce como conservadora ni como libertaria y la derecha parece decidida a ofrecerlos eso. Más bien se compone de votantes huérfanos (muchos de ellos que votarán solo porque es obligatorio hacerlo), de electores volátiles, de ciudadanos irritados y escépticos que simplemente no quieren seguir viendo a los mismos en pantalla. Es una mayoría latente, disponible para una opción que aún no aparece del todo.
Las candidaturas independientes, los movimientos en formación, las figuras emergentes: todas buscan articular esa energía difusa. Aún no lo logran. Pero el tiempo político todavía permite sorpresas. Y si bien los nombres deben inscribirse en agosto, la campaña que importa empieza ahora, en el reacomodo que deje esta primaria.
Por eso, insistir en que este domingo se define una de las cartas que estará en la segunda vuelta con opciones de ganarla es más una ilusión sedienta de milagros. Lo que realmente se juega es quién negociará desde una posición de fuerza las candidaturas al Congreso. Qué sector podrá sostener una bancada lo suficientemente grande como para tener voz en la próxima oposición. Porque el oficialismo no solo elegirá candidato. Elegirá, también, el tipo de derrota que está dispuesto a asumir.
Y esa elección, aunque no tenga eslogan, es quizás la más importante de todas.
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