
La impunidad como incentivo estructural
Lo que urge es rediseñar los sistemas de incentivos internos del aparato estatal: reducir la carga burocrática de los procedimientos en flagrancia, crear protocolos diferenciados para delitos cometidos por menores, y revisar críticamente los criterios de no perseverar del Ministerio Público.
Hace pocos días, en un conocido centro comercial de Santiago, dos menores de edad fueron detenidos por personal de seguridad tras participar en un robo a una tienda de telefonía. Se alertó a Carabineros de Chile, pero estos, lejos de continuar el procedimiento, optaron por no intervenir. La escena, que en otro momento habría motivado un despliegue policial estándar, hoy culmina con una ausencia. No hubo detención, traslado, ni registro. La seguridad privada actuó; el Estado, no.
Este hecho, aparentemente anecdótico, ilustra una tendencia más amplia y profunda. Ya no basta con que un delito sea flagrante. Ya no es suficiente que existan actores dispuestos a colaborar. El problema no es que no haya leyes o herramientas. El problema es que el aparato estatal ha configurado un sistema de incentivos donde actuar se ha vuelto más costoso que omitir. Y ante eso, el resultado es predecible: La inacción se instala como respuesta funcional.
Como he sostenido en mi enfoque de los incentivos criminales, el delito no solo surge en ausencia de control, sino cuando el entorno —social, económico e institucional— dispone condiciones que lo hacen viable, tolerable o incluso racional. En este marco, las decisiones de actuar o no actuar responden a estructuras de incentivos que moldean la conducta.
Cabe aclarar que no se afirma aquí que Carabineros ni el Ministerio Público hayan cometido delito alguno. No es ese el punto. El enfoque de los incentivos criminales no busca culpables legales, sino visibilizar cómo ciertas prácticas institucionales, aunque se enmarquen en la legalidad, terminan operando como factores que debilitan la respuesta estatal ante el delito.
Ese mismo mecanismo de incentivos aparece en otro frente. Según un reciente informe de Contraloría, entre enero de 2023 y junio de 2024, Carabineros no incautó 626 vehículos robados detectados en controles vehiculares, ni detuvo a 144 personas con órdenes de detención pendientes, a pesar de haberlas fiscalizado. Ese dato no es un fallo burocrático aislado, sino un patrón de conducta, un sistema que, ante cada obstáculo logístico, procedimental o reglamentario, opta por dejar pasar la oportunidad de intervenir.
Incautar un vehículo robado no solo requiere decisión, sino también enfrentar una cadena de obstáculos operativos que incluyen la gestión de una grúa, la disponibilidad de espacio en los corrales municipales, la elaboración de formularios y el riesgo de recibir sanciones internas por demoras o errores administrativos. Algo similar ocurre cuando se detecta a un prófugo, ya que el proceso implica coordinar con la fiscalía, realizar nuevas tramitaciones y exponerse a responsabilidades adicionales. En este escenario, el incentivo institucional tiende a favorecer la omisión como forma de autoprotección burocrática. Sin quebrantar ninguna norma, se instala así una práctica que desincentiva la contención del delito y, en los hechos, contribuye a su continuidad.
A ello se suma un desincentivo estructural aún más profundo. La práctica generalizada del Ministerio Público de no perseverar en casos sin imputado conocido o considerados de baja relevancia penal ha institucionalizado una forma de impunidad selectiva. Aunque se formalice una denuncia, el mensaje es claro. Si el delito es “menor”, no se investigará; si no hay un imputado claramente identificado desde el inicio, se archivará. En el caso de las incivilidades —como daños menores, desórdenes o consumo de alcohol en la vía pública—, ni siquiera se alcanza esa etapa, ya que la fiscalía puede aplicar directamente su facultad de no iniciar investigación alguna.
Este criterio, aunque comprensible desde la sobrecarga de causas, actúa como un potente disuasivo para la acción policial. ¿Por qué intervenir, si de antemano se sabe que la causa será abandonada o ni siquiera comenzará?
El incentivo a no actuar, por tanto, no es una omisión casual. Es el resultado de una arquitectura institucional que empuja a sus propios agentes a restarse de la escena. Mientras Carabineros evalúa el riesgo burocrático de cada intervención, la Fiscalía descarta los casos que no prometen éxito procesal. En esa ecuación, el delito queda libre de obstáculos.
El problema no se agota ahí. La consecuencia directa de este retiro institucional es la fractura de la coproducción de seguridad. Cuando un actor privado, como un centro comercial, logra contener un hecho delictual y activa los protocolos correspondientes, pero el Estado no responde, se rompe la cadena de confianza. Se desincentiva la colaboración futura. Se normaliza que el esfuerzo no tenga eco. Y al final, se instala la sensación de que el delito ya no encuentra barreras, ni físicas ni simbólicas.
Este es el núcleo de lo que propongo como incentivos criminales indirectos de origen institucional: condiciones creadas por el propio Estado que, sin proponérselo, favorecen la persistencia o expansión del delito. Porque cuando las instituciones encargadas de contenerlo se ven disuadidas de actuar, entonces no hablamos solo de fallas administrativas. Hablamos de un ecosistema que deja de penalizar y, por tanto, empieza a permitir.
No se trata de pedir más leyes ni penas más duras. Lo que urge es rediseñar los sistemas de incentivos internos del aparato estatal: reducir la carga burocrática de los procedimientos en flagrancia, crear protocolos diferenciados para delitos cometidos por menores, y revisar críticamente los criterios de no perseverar del Ministerio Público, especialmente cuando están minando la legitimidad misma del control penal.
Hoy la seguridad no fracasa simplemente por el aumento del delito, sino porque las instituciones encargadas de contenerlo han sido empujadas a retirarse. Cuando detener a un menor implica enfrentar más formularios que administrar justicia, cuando resulta más sencillo dejar pasar un auto robado que incautarlo, y cuando investigar un robo se percibe como una pérdida de tiempo procesal, la omisión institucional se consolida como el incentivo estructural predominante dentro del sistema.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Inscríbete en nuestro Newsletter El Mostrador Opinión, No te pierdas las columnas de opinión más destacadas de la semana en tu correo. Todos los domingos a las 10am.