
La sombra de la desigualdad
Cada política pública debe incorporar –como proponía la doctrina social cristiana– una opción preferencial por los pobres. No exclusiva ni excluyente, pero sí prioritaria. Sin esta brújula, seguiremos celebrando el crecimiento mientras la sombra de la desigualdad ensombrece cualquier logro.
Desde el retorno a la democracia, Chile ha experimentado un crecimiento económico espectacular que transformó su realidad social. La pobreza se desplomó desde más del 40% a menos del 10%, logro indiscutible que refleja un modelo basado en apertura comercial, estabilidad macroeconómica y atracción de inversiones. Ni siquiera la nueva metodología de medición –más exigente y multidimensional– opaca este hito. Lo que sí hace es recordar que, tras décadas de progreso, persisten vulnerabilidades en sectores desfavorecidos, precisamente cuando algunos creían posible desviar recursos hacia otras prioridades.
Esta hazaña convive con una herida abierta, pues seguimos siendo la segunda economía más desigual de la OCDE. Quienes contraponen crecimiento con igualdad yerran el blanco. La evidencia global muestra que la desigualdad no solo es injusta, sino ineficiente. Según la OCDE, el aumento de la brecha (1985-2005) recortó 4.7 puntos porcentuales del crecimiento promedio en países miembros. ¿La razón? Socava el capital humano, familias pobres sin acceso a educación de calidad, y desperdicia talento al limitar la movilidad social.
El diagnóstico chileno revela una sorpresa incómoda. Al comparar la desigualdad “de mercado” (previa a impuestos y transferencias), Chile se asemeja a Finlandia o Alemania. Nuestro Gini previo a la acción estatal es calcado al de la OCDE. La divergencia surge después. Mientras economías avanzadas comprimen su Gini en 16 puntos promedio (hasta 25 puntos en algunos casos) mediante transferencias y progresividad tributaria, nosotros apenas restamos cuatro puntos: menos de uno por impuestos y algo más de tres por transferencias.
¿Dónde fallamos? Estudios de Engel, Galetovic y Contreras son contundentes: el sistema tributario tiene impacto redistributivo mínimo –cambios drásticos en tasas apenas mueven la aguja–, mientras las transferencias estatales aportan 3.5 puntos de reducción versus 12.5 en países como Irlanda. El problema no es el mercado, sino un Estado que redistribuye poco y mal.
Duela a quien duela, la acción estatal no cumple eficazmente su rol. La progresividad tributaria redistribuye escasamente en economías con alta desigualdad inicial. Lo decisivo es la cantidad de recursos recaudados y su gasto eficiente. Sin un fisco que movilice recursos suficientes con precisión, la distribución no cambia.
La evidencia en las distintas regiones del país aporta matices clave. Al examinar la desigualdad por territorios, aparecen pistas reveladoras. Las regiones industriales muestran mayor desigualdad, mientras las mineras tienden a ser más igualitarias. La razón es la demanda de mano de obra poco calificada y los salarios competitivos de la gran minería.
Patrones similares se observan en el sector silvoagropecuario y acuícola del sur. Su expansión beneficia directamente a los quintiles más bajos y reduce la brecha. Lejos de la “maldición de los recursos”, estos sectores –estigmatizados como “extractivistas”– operan como amortiguadores de la desigualdad.
Existe consenso universal respecto a que el capital humano es la palanca decisiva, y la inversión educativa, la herramienta más eficaz contra la desigualdad. Chile gasta en educación niveles similares a la OCDE, pero con enfoque erróneo. El impacto redistributivo es máximo en la educación inicial y decrece en niveles superiores. La universidad subsidiada suele ser regresiva, pues beneficia a quienes comienzan con ventajas. Reorientar recursos hacia salas cuna, jardines y escuelas vulnerables lograría más por la igualdad que reformas para financiar los estudios universitarios. Esto exige una voluntad política hoy ausente.
Reconocemos que las mejoras educativas son de largo plazo. Pero medidas de corto plazo pueden impactar significativamente. Si la participación laboral femenina alcanzara estándares OCDE (70%) y la brecha salarial de género se redujera diez puntos, el efecto sería directo: más ingresos en hogares de los primeros quintiles, donde la inactividad femenina es mayor. Impulsar empleo femenino en sectores que ya lo favorecen tendría un impacto masivo sobre la desigualdad.
Mejorar relaciones laborales es otro factor crucial, pero no mediante indemnizaciones excesivas o contratos inflexibles, sino adoptando el modelo nórdico de flexiguridad: despidos simplificados con seguros de desempleo robustos, recualificación y, sobre todo, alta densidad sindical. En Dinamarca o Suecia, el 70-90% de los trabajadores negocia colectivamente; en Chile, menos del 10%. Sin organizaciones capaces de pactar salarios y protección, la rigidez legal favorece a los privilegiados, mientras la flexibilidad sin contrapesos facilita abusos. Una mejor distribución requiere sindicalización masiva y mayor cobertura de contratos colectivos.
Por último, la evidencia desmiente que el crecimiento “se redistribuya automáticamente” hacia los más pobres. Entre 2003 y 2008, el PIB creció rápidamente, la informalidad bajó y, aun así, la desigualdad apenas cedió. Los datos exigen abandonar la fe en el chorreo y asumir un desafío político. Cada política pública debe incorporar –como proponía la doctrina social cristiana– una opción preferencial por los pobres. No exclusiva ni excluyente, pero sí prioritaria. Sin esta brújula, seguiremos celebrando el crecimiento mientras la sombra de la desigualdad ensombrece cualquier logro.
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