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Los 40 años del Acuerdo Nacional por la Democracia Opinión Ratificación del Acuerdo Nacional en 1987 (Archivo)

Los 40 años del Acuerdo Nacional por la Democracia

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Jorge Costadoat Carrasco
Por : Jorge Costadoat Carrasco Sacerdote Jesuita, Centro Teológico Manuel Larraín.
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Treinta años de alternancia política, de desarrollo económico y de operación normal de las instituciones, no se explican sin el espíritu de colaboración de los firmantes del Acuerdo.


El 25 de agosto de 1985, en la casa de ejercicios espirituales de Calera de Tango, el cardenal Juan Francisco Fresno reunió a dirigentes de distintos partidos. En ese lugar, en esta ocasión, se decidió firmar el Acuerdo Nacional para la Transición a la Plena Democracia. La estrategia fue aprovechar la posibilidad que ofrecía la Constitución de 1980 –diseñada por el régimen militar– de un plebiscito para ratificar o rechazar la continuidad del general Pinochet. Para muchos chilenos, el intento de los políticos era ingenuo.

El objetivo principal estaba definido: restaurar la democracia mediante elecciones libres, competitivas y periódicas. En justicia, mencionemos a todos los firmantes: Gabriel Valdés y Patricio Aylwin (Democracia Cristiana), Enrique Silva Cimma y Luis Fernando Luengo (Partido Radical), René Abeliuk y Mario Sharpe (Partido Socialdemocracia), Andrés Allamand, Francisco Bulnes y Fernando Maturana (Movimiento de Unión Nacional), Patricio Phillips y Pedro Correa (Partido Nacional), Hugo Zepeda Barrios y Armando Jaramillo Lyon (Partido Republicano), Ramón Silva Ulloa (Unión Socialista Popular), Gastón Ureta (Partido Liberal), Carlos Briones y Darío Pavez (Partido Socialista-Briones), Sergio Navarrete y Germán Pérez (Partido Socialista-Mandujano) y Luis Maira y Sergio Aguiló (Izquierda Cristiana).

Entre 1985 y el plebiscito de 1988, que Pinochet perdió con un 55,9% en contra, se dieron pasos decisivos. Uno fue la intervención de Eugenio Valenzuela Somarriva, presidente del Tribunal Constitucional, quien estableció que debía existir un registro electoral y una institucionalidad independiente para supervisar el escrutinio. Esa garantía resultó clave para dar legitimidad al proceso.

Pero el acuerdo no se limitó a reclamar elecciones libres. Planteó metas más amplias: poner fin a la violencia política –desde el Estado y desde grupos insurgentes–, garantizar el respeto irrestricto a los derechos humanos, asegurar la independencia del Poder Judicial, promover las libertades públicas, contar con un Congreso representativo, despolitizar y subordinar las Fuerzas Armadas al poder civil, impulsar la justicia social, fomentar el diálogo nacional y asegurar una transición ordenada, sin revancha.

A la luz de lo ocurrido en los últimos cuarenta años, es menester reconocer que muchos de esos propósitos se han cumplido. La violencia política fue erradicada como práctica estatal; los derechos humanos se convirtieron en un referente obligado, incluso si su reparación ha sido incompleta; el Congreso recuperó su rol y ha funcionado con alternancia real de gobiernos de centroizquierda y centroderecha; las Fuerzas Armadas se han mantenido subordinadas al poder civil; y, pese a agitaciones de diversa naturaleza, el país ha mantenido su estabilidad institucional. La justicia social sigue siendo una tarea pendiente, pero los avances en reducción de la pobreza y en cobertura de servicios básicos no son menores.

Treinta años de alternancia política, de desarrollo económico y de operación normal de las instituciones, no se explican sin el espíritu de colaboración de los firmantes del Acuerdo. Pensaban distinto, habían estado en trincheras opuestas. El pacto por la democracia apostó a una transición y a una consolidación pacífica del país. Había que buscar hacer justicia. Se avanzó “en la medida de lo posible” (Patricio Aylwin). Tal vez todavía se puede hacer más.

Hoy, el aniversario del Acuerdo Nacional merece celebrarse. De 1985 en adelante las diferencias no desaparecieron, pero el país ha avanzado sobrellevándolas. La democracia se conoce cuando se la practica. En las últimas décadas la democracia ha sido amada hasta el extremo: después de un estruendoso estallido social, luego de dos intentos fallidos por cambiar de Constitución, seguiremos con la del 80, discutiéndola y procurando hacerle las enmiendas que la mejoren. No importa. La democracia es así. El mayor de los peligros, en realidad, es la intolerancia y la incapacidad para crear acuerdos.

Hace poco, el jesuita Juan Ochagavía, en una conversación informal, me hizo saber de una anécdota importante. Ochagavía vivía en Roma. De paso por la ciudad, el cardenal Fresno lo invitó a cenar. El obispo, con entusiasmo, le contó la entrevista que había tenido con Juan Pablo II. Hablaron de la situación del país. El papa Wojtyła, conocedor de la larga tradición democrática chilena, le dijo: “Junten gente. Hagan algo”.

Fresno volvió decidido. Había que apurarse. No se podía perder tiempo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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