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Socialdemocracia: ¿Un cambio tranquilo? Opinión

Socialdemocracia: ¿Un cambio tranquilo?

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Haroldo Dilla Alfonso
Por : Haroldo Dilla Alfonso Profesor titular, Universidad Arturo Prat.
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Yo creo que una gestión política pertrechada de los propósitos socialdemócratas es algo muy positivo en Chile, que mejoraría la vida cotidiana de muchas personas, ayudaría a fortalecer la democracia y contribuiría a engrandecer a Chile en el escenario mundial.


He leído con gran interés el artículo “Socialdemocracia: cambio sin ruptura”, firmado por Gilberto Aranda y Juan Eduardo Faúndez sobre la situación de la socialdemocracia y su pertinencia para Chile. Leerlos fue, además, un placer, por provenir de dos colegas con los que tuve la oportunidad de compartir espacios laborales y disfrutar de sus energías intelectuales. Confieso que comparto muchos de sus argumentos, pero como que nadie escribe una réplica para resaltar las coincidencias, voy a enfocarme en las discrepancias.

Yo no soy socialdemócrata. Sencillamente, porque sí creo que el capitalismo debe ser superado, y que algunos de sus principios sistémicos –por ejemplo, el rol protagónico del sector privado y del mercado en la asignación de valores y recursos- son inevitablemente destructivos, y fagocitan todo lo que encuentran, desde las energías humanas hasta la naturaleza, llevando a la humanidad al borde de la autodestrucción. Pero digo superación, y no destrucción, porque tampoco creo que los varios “asaltos al cielo” que tuvieron lugar en el siglo XX hayan conducido a una vida superior. 

Los socialdemócratas nunca se plantearon seriamente superar al capitalismo aunque por momentos merodearon la idea y en sus versiones más radicales llegaron a promover acciones anticapitalistas. Por eso Salvador Allende siempre tuvo una suerte de relación vergonzante con la socialdemocracia. Por un lado le atraía la no-ruptura en una estrategia gramsciana de posiciones, pero por otro entendía perfectamente que quedarse a mitad del camino era el fracaso de su proyecto socialista, asediado por la derecha local y por el imperialismo norteamericano. Y en ese dilema, dio un paso histórico, que a todos nos obliga, cuando colocó el valor de la democracia en el centro de la agenda revolucionaria.  Aquí la democracia era el sustantivo: la institucionalidad era solo el adjetivo. Hasta que la derecha se ocupó de destruir a ambas y usar a Chile como un campo de experimentación cuyas secuelas aún estamos sufriendo. 

Los socialdemócratas, repito, nunca intentaron superar al capitalismo, solo, usando una expresión de Olin Wright, trataron de domesticarlo. Es cierto, y es su mérito histórico, que gracias a la incidencia socialdemócrata –desde el gobierno, los parlamentos o la sociedad civil- las sociedades capitalistas desarrolladas pudieron alcanzar niveles superiores de bienestar y de disfrute de derechos políticos, civiles y sociales. En este sentido, nadie lo hizo mejor que la socialdemocracia. 

Pero fue posible por dos razones. La primera fue una época de crecimiento económico intenso, lo que relajaba la relación siempre tirante entre las demandas sociales y la acumulación capitalista. La segunda, mas sistémica, se remitía al carácter mercado internista del capitalismo fordista de la postguerra, de manera que ampliar el mercado interno era una oportunidad para la acumulación, y los salarios eran, de cierta manera, activos de esa acumulación. Aunque fue un logro político esencialmente europeo, también sucedió en Estados Unidos con el New Deal y los programas contra pobreza de los 60s. Y en América Latina en las épocas populista y desarrollista, con las particularidades específicas del capitalismo continental –autoritarismo, corrupción, represión- ejemplos de lo cual han sido el batllismo en Uruguay, el peronismo en Argentina, el Partido de Liberación Nacional en Costa Rica, el Partido Revolucionario Cubano (auténtico) en Cuba, Acción Democrática en Venezuela y los gobiernos postrevolucionarios mexicanos hasta los años 80. 

La ofensiva neoliberal y de la ultraderecha desde los 90s fue una revancha capitalista ante los avances sociales socialdemócratas de la postguerra, en un contexto en que el propio desarrollo del capital –y en el plano técnico los avances en las comunicaciones y el transporte- le permitió un redespliegue sin precedentes a escala global. Arrasó con todo lo que había tras la cortina de hierro, pero también con sindicatos, sociabilidades, derechos y cualquier atisbo de economía moral que había resultado la base cultural socialdemócrata.

Las condiciones que hicieron posible el éxito socialdemócrata ya no existen, y los herederos de Clement Attlee, Willy Brandt y Oloff Palme, están administrando con cuanto decoro puedan, la disipación neoliberal. Y Chile no ha sido excepción. Tanto Bachelet 1 y 2, como Boric ganaron sus elecciones con una propuesta socialdemócrata pero terminaron haciendo una gestión por debajo de las expectativas y no creo que lo hubieran podido hacer mejor, enfrentados a una oposición ríspida y experimentada, y a un sistema global disciplinador que no admite disidencias sustanciales.

En resumen, yo creo que una gestión política pertrechada de los propósitos socialdemócratas es algo muy positivo en Chile, que mejoraría la vida cotidiana de muchas personas, ayudaría a fortalecer la democracia y contribuiría a engrandecer a Chile en el escenario mundial. Ese es probablemente el límite progresista al que la sociedad chilena puede acceder hoy y la mejor manera de cerrar la puerta a la derecha impresentable. Pero no es un camino pavimentado, libre de “presiones efervescentes” –desde la derecha o de la izquierda- que nos ofrezca lo que mis amigos Aranda y Faunde llaman -¿qué más yo quisiera?- “un cambio tranquilo, un cambio sin rupturas”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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