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Ordenando el desorden

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Pablo Cabrera Gaete
Por : Pablo Cabrera Gaete Abogado y consejero CEIUC
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Hoy, más que nunca, requerimos de una protección compartida, que se busca a través del diálogo, no de la confrontación, y que incluya la geopolítica “cardinal”, que incorpora la dimensión moral sostenida en las virtudes de la fortaleza, justicia, prudencia y templanza.


Atendido que la geopolítica es el tema más recurrente a la hora de examinar el panorama mundial y abordar los nuevos desafíos y amenazas que han aparecido en el horizonte desde el despunte del tercer milenio, quizás sea oportuno asumir la definición del concepto para entender la dinámica de un mundo hiperconectado que involucra a los Estados en el debate global, cualquiera sea su ubicación geográfica, tamaño y capacidad económica o militar.

Todo ello en un contexto de relaciones multifacéticas, donde las organizaciones internacionales han devenido débiles, el derecho internacional deficitario y la arquitectura de seguridad incapaz de mantener el equilibrio de poder.

Nos encontramos en medio de una competencia por la hegemonía global que ha remecido los cimientos, tanto de la cooperación política como de la integración económica, con consecuencias para la estabilidad y la paz en un escenario convulso de cambios demográficos y de polarización.  

La Organización de las Naciones Unidas (ONU) fue creada luego del término de la II Guerra Mundial, con la misión fundamental de   promover la paz y la seguridad internacionales, luego del fracaso de la Liga de las Naciones. Ahora, con motivo de conmemorarse el octogésimo aniversario de su establecimiento, se ha convocado al correspondiente período de sesiones de la Asamblea General del organismo, bajo el lema “Juntas y juntos somos mejores: más de 80 años al servicio de la paz, el desarrollo y los derechos humanos”, como una manera de resaltar la importancia de la solidaridad y la colaboración para abordar los retos globales.

Sin embargo, a la luz de la tensión generada por una globalización galopante, que ha multiplicado los cuadros de crisis y desorden institucional, se ha puesto a prueba la capacidad del sistema para absolver los conflictos que derivan de la situación.

Lo anterior, aparte de parecer un contrasentido, pone en el tapete la pregunta que surge naturalmente: el orden internacional está en ruinas debido a la falta de sintonía entre sus miembros para abordar una situación preocupante, o es la institución la que manifiesta carencias, como consecuencia de la crisis existencial que afecta al multilateralismo que la ONU encarna, toda vez que la distancia entre los ideales expresados en el lema propiamente tal y la realidad imperante es significativa y no se avizora una pronta resolución a este dilema. 

Puede ser pertinente recurrir al destacado historiador británico Arnold Toynbee, conocido por su obra Estudio de la Humanidad, para avanzar una respuesta satisfactoria basada en un análisis más certero de la agenda global dominada por Occidente, que está siendo desafiada por el ascenso de potencias de otras latitudes, una creciente influencia de los países del denominado Sur Global, la emergencia de nuevas tecnologías y el impacto de una opinión pública protagónica ayudada por las redes sociales, lo cual como un todo está determinando el acceso de los distintos actores a los recursos estratégicos esenciales para el progreso y su impacto en las inversiones, cadenas de valor y mercados financieros mundiales.

Sobre todo su planteamiento de cómo las civilizaciones responden a desafíos internos y externos, lo que aplicado a las sociedades actuales, equivale a cómo enfrentar el cambio climático y las tensiones geopolíticas, elementos neurálgicos de la agenda donde colisionan, principalmente, los distintos intereses en juego y, además, para sopesar cómo una mayor interdependencia provoca conflictos que alteran la correlación de fuerzas y áreas de influencia y demandan de la ayuda de la diplomacia para una adecuada resolución.

De ahí la conveniencia de atender al contexto histórico para abordar las dinámicas contemporáneas para anticiparse a los cambios y, consecuentemente, evitar la emergencia de crisis que se vuelven interminables. Más allá de los ámbitos político, económico y social que han sido vastamente analizados, resulta aconsejable ahora detenerse en lo cultural, porque se vincula con la manera de pensar, las creencias religiosas, la cosmovisión, los valores, las corrientes artísticas, etc., para tener una mirada neutral que trascienda la forma actual de entender al mundo que, para muchos, pareciera estar detenido en el siglo XX, asumido como zona de confort.

Más todavía, cuando no está claro si es Asia particularmente China la que ha ganado en preeminencia o se trata, simplemente, de una reconfiguración de las relaciones globales, acelerada con el retorno de Donald Trump a la Casa Blanca, cuya declarada intervención en la solución de los conflictos atiza el panorama de confrontación, acusando de ineficacia a la mismísima ONU en su propia sede y ante la totalidad de sus miembros.

La tensión entre Estados Unidos y China puede analizarse, entonces, a través del lente de la competencia geopolítica y los desafíos a la hegemonía global, que no es algo de ahora sino que viene germinando desde hace tiempo más allá de la instrumentalización del comercio y los aranceles como arma para ejercer liderazgo y voluntad política.

Hoy la geopolítica no es puramente una cuestión de geografía, sus fronteras se han expandido a otros ámbitos, como el astronómico, submarino y cibernético, y los actores no son solamente los Estados, sino una suma de ecosistemas, cuya interacción ha configurado un contexto biosférico que requiere de un tratamiento más comprehensivo, en donde se posiciona la inteligencia artificial (IA) como el corazón de cualquier estrategia de inserción al nuevo escenario.

En ese cuadro, la geopolítica de los recursos tiene una trascendencia crucial para el desarrollo y la cooperación internacional, toda vez que sus riesgos involucran a toda la humanidad que reclama certidumbre, estabilidad y seguridad. 

La ONU enfrenta una crisis existencial, debido justamente a la falta de cooperación, especialmente entre las potencias mundiales. A su vez, las guerras en diferentes partes del mundo, como Ucrania y Gaza, evidencian dificultad para mantener la paz y seguridad a nivel planetario. De ahí que el lema “Juntas y juntos somos mejores” invita a una reflexión profunda porque, además de los temas enunciados, la desigualdad económica y la pobreza siguen siendo problemas graves, afectando la dignidad y los derechos humanos de millones de personas.

En suma, la implementación efectiva de los programas de la ONU requiere de un esfuerzo concertado para superar los desafíos actuales y trabajar en la medida de lo posible por un futuro más pacífico, justo y  sostenible. No nos descuidemos, como ha sido la constante en el pasado.

Hoy, más que nunca, requerimos de una protección compartida, que se busca a través del diálogo, no de la confrontación, y que incluya la geopolítica “cardinal”, que incorpora la dimensión moral sostenida en las virtudes de la fortaleza, justicia, prudencia y templanza, en beneficio de implementar la gobernanza global que, para estos efectos, consiste en darle gobernabilidad a la Organización de las Naciones Unidas.

Para defenderse de los males de la desinformación, ciberataques, pandemias, proteccionismo, nacionalismos y otros tantos “ismos”, no sobra nadie; cabe naturalizar el siglo XXI mediante una planificación estratégica ad hoc inspirada en la innovación y sostenida en la cooperación internacional.  

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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