
El costo ético en la complicidad de crímenes de lesa humanidad
La autoridad cultural es un bien público y designarla sin escrutinio es permitir que la memoria sea refinada por intereses políticos que, si no se les pone límite, buscan rehabilitar relatos que desdicen la verdad de las víctimas.
La cultura es parte de la trama de las memorias y sentidos base de la vida pública y privada. Es por esto que resulta vacuo y peligroso que, en la recta final sobre las supuestas definiciones políticas del país, en la disputa presidencial, la cultura vuelva a tener un rol de última importancia y solo utilizada como un accesorio decorativo de campaña (cuando lo amerita forzosamente), como un trámite administrativo. Las propuestas culturales de candidatos y candidatas son breves párrafos, con programas generalizados de “lugares comunes”, lo cual nos muestra, una vez más (no es sorpresa), un “desprecio político” (o ignorancia, derechamente) por aquello que constituye la construcción simbólica de un país. Esa vacuidad discursiva desfinancia prácticas y desactiva resistencias.
La precarización de las humanidades y de las prácticas culturales no solo empobrece la vida creativa: debilita la capacidad social para recordar, para problematizar y para resistir, muchas veces, versiones oficiales del pasado. Cuando la cultura se considera un “ítem administrativo”, pierde su fuerza crítica y se amolda –sin perjuicio de buena voluntad– para funcionar como “adorno” de legitimación política. Eso explicita el hecho de cómo la ausencia de políticas culturales robustas facilita que determinados relatos sobre la historia ocupen, sin fricciones, los lugares públicos.
El problema se vuelve dramático cuando agentes culturales reconocidos deciden prestar su autoridad a fuerzas políticas que han relativizado violaciones graves a los derechos humanos. No hablo de conflictos interpretativos menores, sino de afirmaciones públicas que, de una manera u otra, ubican la violencia estatal en la categoría de “accidente histórico” o la convierten en un precio inevitable de la estabilidad. En estos casos la decisión de apoyar, asesorar o legitimar a determinadas posiciones, ya no es una preferencia u opción técnica, para convertirse en una cuestión ética de primer orden.
La autoridad cultural es un bien público y designarla sin escrutinio es permitir que la memoria sea refinada por intereses políticos que, si no se les pone límite, buscan rehabilitar relatos que desdicen la verdad de las víctimas. En estos casos, la convivencia simbólica –el gesto de “trabajar con”, sin examinar la matriz ética del proyecto político– funciona como un mecanismo de blanqueo que erosiona la confianza pública en el campo cultural. No es prudencia académica reservar una postura crítica por temor a la politización, sino que es una obligación mínima de quienes trabajan con memoria y ficción colectiva.
Defender la pluralidad no puede confundirse con tolerar la relativización de los crímenes. El principio del diálogo plural supone que todas las posiciones que respetan la dignidad humana participan en el debate público, y esto no puede ser excusa para normalizar discursos que justifican o minimizan desapariciones, torturas y asesinatos. La neutralidad que algunos invocan en nombre de la “convivencia” termina siendo, de hecho, una forma de complicidad con la impunidad simbólica.
Frente a esa concatenación de riesgos, propongo medidas de base que no coartan la libertad creativa ni limitan el debate público, pero sí colaboran sobre los estándares de responsabilidad:
1. Realizar un registro público de incompatibilidades éticas para cargos de representación cultural estatal. Esto no sería una lista inquisitorial, sino una norma profesional, donde quien aspire a representar a una institución pública debe declarar antecedentes que comprometan su capacidad para proteger la memoria y los derechos humanos.
2. Instalar obligaciones de transparencia para museos y centros culturales públicos, en los que se declaren vínculos políticos, asesorías y apoyos de sus directores(as) y curadores(as). La sociedad tiene derecho a saber quién dirige los relatos que se exhiben en espacios financiados con recursos comunes.
3. Establecer líneas de financiamiento estables y adelantadas para proyectos de memoria y derechos humanos (como el caso del Museo de la Memoria o la Corporación Parque por la Paz Villa Grimaldi, entro otros), administradas por comités plurales que incorporen víctimas, académicos y agentes territoriales. La memoria no puede depender del calendario electoral ni de fondos contingentes.
4. Instaurar criterios éticos de selección para cargos de representación cultural en el extranjero, revisando antecedentes públicos en relación con declaraciones que relativicen violaciones a los derechos humanos como un estándar de dignidad institucional.
5. Y fortalecer programas de formación y protección laboral para trabajadores culturales que garanticen independencia profesional frente a presiones políticas o mercantiles.
Estas propuestas no son censuras, sino instrumentos de integridad institucional. Exigir transparencia enmarca el debate plural en principios que resguardan a las instituciones culturales de maniobras de “rehabilitación moral”.
La práctica curatorial y crítica no puede limitarse a la eficiencia técnica o estética (tradicionalmente hablando), pues esta implica responsabilidad pública. Seleccionar qué narrativas se exhiben, qué archivos se ponen a disposición y cómo se cuentan los hechos exige modelos éticos. Quienes ocupan esos puestos no representan solamente un currículum, sino también la confianza colectiva sobre las memorias. Usar esa confianza para la realización de proyectos que relativizan el sufrimiento de las víctimas es un “delito profesional”, tan grave como la falta de rigor y manipulación académica.
Todo esto no se trata sobre excluir la discusión acerca de la complejidad histórica, sino de impedir que los discursos que niegan o minimizan el daño humano ingresen, sin reparos, al circuito de legitimación cultural. La memoria es también un deber pedagógico, donde recordar no es revictimizar, es reconocer la deuda que la democracia tiene con su pasado, con sus víctimas y con las próximas generaciones.
Acá la gran importancia en la reivindicación del papel de la cultura como factor de verdad y justicia, sin plantear una “herejía política” sino coherencia ética, donde la legitimidad cultural se logre con integridad y no con complicidades.
Es tiempo de que los artistas, gestores, curadores, críticos y académicos impongan estándares mínimos que resguarden la memoria y la dignidad de las víctimas, no para que la cultura sea un dispositivo partidario, sino porque es la última frontera civilizatoria frente al olvido y la banalización del horror. Si la comunidad cultural acepta la lógica de la conveniencia, perderemos la capacidad de imaginar, colectivamente, un país distinto. Y eso no debe ser tolerable.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.