
Hipocresía y cinismo en la política: una reflexión filosófica
La democracia se sostiene, en última instancia, en algo tan frágil como la confianza. Y cuando esa confianza se rompe, la comunidad entera queda a merced de los hipócritas que la corroen y los cínicos que la arrasan. Resistirlos no es solo un deber político: es una exigencia moral de supervivencia.
En la vida política, las palabras y los actos rara vez coinciden plenamente. Ese hiato entre lo dicho y lo hecho adopta dos formas distintas: la hipocresía y el cinismo. Ambos son modos de traicionar la verdad, pero difieren en su relación con los valores que dicen respetar.
Hipocresía: la sombra de la virtud
El hipócrita es aquel que necesita mantener una fachada de rectitud. Como escribió François de La Rochefoucauld, “la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud”. Quien es hipócrita reconoce, aunque sea tácitamente, que existen valores compartidos que debe aparentar respetar. De ahí su estrategia: hablar de democracia mientras la restringe, predicar austeridad mientras goza de privilegios, invocar justicia mientras perpetúa la desigualdad.
La hipocresía no deja de ser corrosiva, pues envenena la confianza pública. Sin embargo, en su propio fingimiento mantiene viva la noción de que hay un ideal que merece ser imitado, aunque sea falsamente. En ese sentido, la hipocresía, paradójicamente, confirma que la virtud conserva un poder normativo.
Cinismo: la negación del valor
El cinismo, en cambio, ya no necesita máscaras. Nietzsche, al anunciar la crisis de los valores en la modernidad, anticipó ese vacío: cuando no hay fe en la moral, lo único que queda es la voluntad de poder. El cínico se complace en exhibir la mentira, no como vergüenza, sino como fuerza.
Hannah Arendt advirtió en Verdad y política que lo más peligroso no es la mentira aislada, sino la creación de un clima en el que la verdad deja de importar. Ese clima es el que propaga el cinismo. En la política contemporánea, se refleja en el dirigente que responde con un “¿y qué?” ante las pruebas de corrupción; en el gobernante que proclama sin rubor que los derechos humanos son un estorbo; en el empresario que defiende la desigualdad como ley natural.
A diferencia del hipócrita, que aún teme ser desenmascarado, el cínico convierte el desenmascaramiento en un gesto de orgullo. Donde la hipocresía es sombra de luz, el cinismo es negación del sol.
El antídoto: recuperar la dimensión moral de la política
Tanto la hipocresía como el cinismo son síntomas de la misma enfermedad: la separación entre ética y política. ¿Cuáles son los antídotos?
–Memoria histórica: como recuerda Arendt, la política es el lugar de la acción y de la palabra compartida; olvidar eso abre el camino a la deshumanización.
–Instituciones transparentes: Montesquieu advertía que la república se sostiene en la virtud de sus ciudadanos. Esa virtud hoy debe traducirse en mecanismos de rendición de cuentas que cierren el paso tanto al doble discurso como al descaro.
–Ciudadanía activa: Sloterdijk definió el “cinismo ilustrado” como la conciencia de que se actúa mal y, aun así, se continúa. Solo una sociedad vigilante puede romper ese círculo, exigiendo coherencia y sancionando la mentira.
Conclusión
La hipocresía degrada porque traiciona lo que proclama; el cinismo destruye porque niega que haya algo que proclamar. Entre ambos, el cinismo es más devastador: instala la normalidad de la mentira, la indiferencia ante la corrupción y la renuncia a la verdad como horizonte.
El único antídoto es devolver a la política su dignidad moral: no como ornamento, sino como condición de posibilidad de la vida en común. En tiempos de cinismo, recordar que la política puede ser un acto de servicio es un gesto revolucionario. Y en tiempos de hipocresía, la coherencia es el más alto de los valores republicanos.
La democracia se sostiene, en última instancia, en algo tan frágil como la confianza. Y cuando esa confianza se rompe, la comunidad entera queda a merced de los hipócritas que la corroen y de los cínicos que la arrasan. Resistirlos no es solo un deber político: es una exigencia moral de supervivencia colectiva.
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