
La semilla que no muere
El primer gesto de defensa es saber mirar. Ser capaces de detectar esos rasgos, aunque vengan de quienes nos simpatizan, sin anteojeras preconcebidas. No basta con denunciar al “fascista” del otro bando, hay que cuidar que no crezca en nuestras certezas más cómodas.
A instancias de un amigo chileno conocido en las Ramblas, tomé en estos días un breve pero sugestivo libro de Umberto Eco titulado Contra el fascismo. Es solamente una treintena de páginas, pero estas condensan la lucidez amarga de quien ha vivido bajo el fascismo real y ha visto –con la precisión del semiólogo– que sus formas pueden cambiar, pero sus pulsiones regresan una y otra vez.
Eco no se detiene en definiciones académicas ni en etiquetas ideológicas. Habla de lo que llama el ur-fascismo, el fascismo eterno, esa estructura emocional e ideológica que puede sobrevivir a Mussolini, a Franco, a Pinochet, y que hoy, sin botas ni escudos, puede reaparecer como atmósfera, como estilo político, como lenguaje, sobre todo desperdigado en las redes sociales.
No necesita símbolos ni cantos marciales, a veces ni siquiera necesita violencia física para imponer su lógica. Basta que eche raíces en el discurso, en los afectos y miedos colectivos, en los hábitos de la vida pública. Lo valioso de este caso es que Eco lo conoció desde dentro, en su infancia, como muchos italianos de su generación; no como exiliado o perseguido, sino como testigo precoz de esa maquinaria cultural que convertía la obediencia en virtud.
En tiempos en que el epíteto fascista se lanza a tontas y a locas (como granada verbal, así lo llamé en otra columna), conviene más que nunca detenerse en lo que Eco propone. Porque no todo lo autoritario es fascista y no todo lo fascista se presenta como tal. Su peligro, precisamente, radica en que puede camuflarse, colarse incluso en ideologías que se proclaman emancipadoras, pero que sí comparten ciertos rasgos en su práctica y discurso.
¿Cuáles son esos rasgos? Eco enumera catorce, pero no exige que estén todos presentes para que la semilla germine. Le basta con que se crucen algunos. Por ejemplo, el culto a una tradición idealizada, convertida en verdad incuestionable incluso si es dañina o inventada; el rechazo del pensamiento crítico, que es presentado como desviación o traición a la causa común; el miedo a la diferencia, que se transforma en sospecha hacia lo extranjero, lo sexualmente diverso, lo políticamente distinto.
Se suma a ello el uso permanente del enemigo como cohesionador (y si no hay tal enemigo, se inventa); hay siempre una conspiración interna o externa, una élite que quiere destruir al pueblo, o un grupo infiltrado que corrompe la pureza nacional. El discurso se vuelve sin matices, blanco o negro, pueblo o antipueblo.
En ese contexto, la discrepancia deja de ser legítima para convertirse en amenaza, y la política se vive como guerra de trincheras. Vivir siempre en conflicto pasa a ser sinónimo de coherencia personal.
El líder, entonces, no representa: sino que encarna. No hay instituciones, ni debates, ni mecanismos intermedios. Habla en nombre del pueblo con la fuerza de quien interpreta sus sentimientos más profundos, sin pasar por la razón ni por el derecho. Y quien se interpone, aunque sea por matices o argumentos, es tratado como traidor.
Nada de esto suena tan lejano. Basta mirar el paisaje político chileno de los últimos años, con sus confusiones, desplazamientos y paradojas, para encontrar semillas de ur-fascismo desperdigadas por todos lados. No solo en los extremos que se autodenominan “patriotas” ni en los nostálgicos del orden a la antigua, sino también en formas nuevas de autoritarismo moral, disfrazado de justicialismo; en purismos ideológicos que desprecian la duda; en voluntades refundacionales que descalifican todo lo anterior como ilegítimo o impuro y apelan (o justifican) a la violencia en sí misma. ¿Les suena todo esto?
Hoy, muchas veces, los actores cambian de color, pero no de método. Se acusa a los adversarios de no ser pueblo, se invoca la urgencia para saltarse debates libres, se aplaude al líder que “dice lo que piensa” sin filtrar nada. La tentación de lo simple, del orden inmediato, del enemigo claro, es cada vez más transversal.
Agreguemos a la reflexión de Eco que el ur-fascismo no habita solo en los discursos políticos o en las plataformas ideológicas. Se cuela también en la vida diaria, es el fascismo cotidiano, la agresión verbal convertida en hábito, en la humillación del extranjero, en creer en una propia superioridad innata o creada. Esos impulsos no necesitan uniformes o banderas partidarias, les basta con la arrogancia, con el insulto fácil, con la convicción de que el mundo se divide entre los que tienen poder, aunque sea mínimo, y los que tienen que obedecer. Ese fascismo difuso, ejercido por personas comunes, a veces sin conciencia de su gravedad, prepara el terreno para regímenes autoritarios o derechamente totalitarios.
Por eso el libro de Eco, escrito hace décadas, adquiere hoy una resonancia inesperada. No como advertencia apocalíptica, sino como manual para la sospecha lúcida. Porque el fascismo eterno no necesita una ideología coherente, necesita un estado de ánimo. Le alcanza con crear grupos cerrados, donde todo lo diferente es vilipendiado o expulsado.
Frente a eso, el primer gesto de defensa es saber mirar. Ser capaces de detectar esos rasgos, aunque vengan de quienes nos simpatizan, sin anteojeras preconcebidas. No basta con denunciar al “fascista” del otro bando, hay que cuidar que no crezca en nuestras certezas más cómodas y nuestro desprecio por el que duda.
El fascismo eterno no muere porque cambia de rostro. La tarea es aprender a reconocerlo y contrastarlo con la fuerza de la razón, como reza nuestro escudo nacional.
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