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¿A quién sirve el miedo?
Si alguien pregunta –como Cicerón preguntó ante los corruptos de Roma– hasta cuándo abusarán de nuestra paciencia, que la respuesta no sea el silencio, sino el coraje. Que el miedo cambie de bando y que Chile, por fin, vuelva a mirarse de frente.
El miedo no es un accidente: es una herramienta de poder. ¿Quién lo fabrica? ¿Quién lo vende? Desde siempre ha sido el instrumento más eficaz para someter la voluntad de los pueblos. La derecha lo aprendió bien: lo empaqueta y grita en discursos de “mano dura” y lo distribuye como mercancía electoral. ¿De verdad quieren hablar de delincuencia y seguridad de la sociedad? Entonces, ¿qué tienen que decir sobre sus contradicciones e impostura? Hablemos de frente sobre el crimen y el narco, sin eufemismos ni falsedades.
Dicen combatir la delincuencia, pero ¿con qué dinero se pagan las campañas?, ¿con qué fondos se financian los carteles y sus promesas?, ¿por qué nunca se atreven a hablar del origen de los aportes, de los contratos públicos, de las donaciones que se ocultan tras fundaciones o asesorías inventadas? Hablan del sicario para ocultar al jefe; del delincuente de esquina para distraer la atención de aquel todopoderoso que evade impuestos y lava capitales. ¿Por qué no exigen que se persiga al que financia el crimen y después lo mimetiza de múltiples formas?
El miedo se gestiona como un negocio. Cada tragedia se transforma en pauta de campaña. Cada funeral, en spot publicitario. ¿Cuánto dolor ajeno puede explotarse antes de que se llame por su nombre esa obscenidad?
Hablan de orden mientras sabotean las leyes que podrían transparentar las fortunas que fueron obtenidas de manera ilegítima. Se declaran patriotas, mientras algunos esconden su dinero fuera de Chile. Cuando la corrupción avanza declaran su apoyo a la Contraloría, en circunstancias que el expresidente Piñera anunció el 2013 la presentación de un proyecto de ley para modernizar al ente fiscalizador y todavía no pasa nada. Cuando las instituciones son cooptadas e infiltradas, vociferan, se lamentan como en una obra de teatro griego. Pero actúan en el teatro, en una representación del drama, mas no en la política.
Porque el crimen organizado no solo dispara: compra voluntades. ¿No es acaso tan peligroso un narco con pistola como un político comprado?, ¿un traficante de drogas o un traficante de influencias? El Estado se debilita cuando las leyes se diseñan para proteger a los poderosos. ¿Y qué hace la derecha? Exige más penas, pero menos fiscalización. Exige más cárceles, pero menos transparencia. ¿A quién sirve esa hipocresía?
La corrupción no es un accidente ni un apéndice del delito: es parte del mismo paquete que traen el crimen organizado y el narco. La estructura para blanquear dinero –sociedades pantalla, facturas apócrifas, triangulaciones y paraísos fiscales– es la misma que se usa para evadir impuestos y ocultar las ganancias sucias; cambia el origen del capital, no la técnica. Por eso, algunos fariseos logran convivir con la ilegalidad: eludir impuestos y lavar recursos se vuelven variaciones de un mismo manual operativo.
La derecha lo sabe y, en ocasiones, lo ha tolerado en nombre de la estabilidad o de intereses económicos; otras veces lo finge para conseguir réditos políticos. Pero no hay mano dura que funcione si la ley permite que el pulpo esconda su cabeza en balances y sociedades offshore.
Los ejemplos abundan: empresarios que obtienen contratos públicos mediante donaciones encubiertas, alcaldes que desvían fondos a fundaciones fantasmas, personalidades y parlamentarios que viajan al extranjero pagados por lobbies empresariales, asesores que facturan estudios inexistentes. Es la corrupción que no se ve en los noticiarios, la que se disfraza de gestión eficiente o de “política pública innovadora”. La que no dispara balas, pero dispara desigualdad. La que erosiona la fe en la democracia más que cualquier pandilla de esquina.
Chile necesita romper los cerrojos de la opacidad. La transparencia no es un lema: es justicia. Donde se levanta el secreto bancario, el crimen retrocede. Donde se declaran los beneficiarios finales y se cruzan los datos entre donaciones, contratos y lobby, la ley vuelve a respirar. Pero una parte de la élite confunde prudencia con conveniencia, y equilibrio con cobardía.
Por eso la pregunta no es solo quién delinque, sino quién protege a los delincuentes. ¿Quién tiene su dinero escondido en Panamá, Islas Vírgenes o Zúrich?, ¿quién mueve capitales mientras predica austeridad?, ¿quién habla de seguridad mientras su fortuna se blanquea en cuentas que nadie audita?
Chile no necesita más miedo: necesita coraje. Un liderazgo verdadero contra el narco y el crimen organizado no promete cárceles más grandes ni cámaras en cada esquina; promete cortar la cabeza del pulpo, no solo sus tentáculos. Debe ser alguien que no se venda, que no pertenezca al club del poder, que haya vivido entre la gente común y sepa lo que cuesta un salario. Un liderazgo que no tema enfrentarse al miedo ni al dinero, ni a la alianza silenciosa entre ambos.
Porque la seguridad no consiste en vivir encerrados, sino en poder caminar sin miedo ni vergüenza. Y para eso se necesita verdad, justicia y un liderazgo limpio.
Y si alguien pregunta –como Cicerón preguntó ante los corruptos de Roma– hasta cuándo abusarán de nuestra paciencia, que la respuesta no sea el silencio, sino el coraje. Que el miedo cambie de bando y que Chile, por fin, vuelva a mirarse de frente.
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