Opinión
Tranquilidad, templanza, reflexión
La gran interrogante sigue ahí: ¿qué ha hecho mal la izquierda chilena para que buena parte del pueblo termine votando por un programa que va contra sus propios intereses sociales?
Ganó Kast por una contundente mayoría. Para el mundo progresista, eso es serio, pero no es el fin de los tiempos, es un giro político, no un cataclismo. Lo primero que se necesita –desde la centroizquierda– es tranquilidad, la capacidad de respirar hondo, no caer en el griterío inútil ni en las alarmas apocalípticas que solo fortalecen al adversario.
La tranquilidad no implica minimizar los riesgos reales de un Gobierno ultraconservador, sino calibrarlos con inteligencia. Kast gobernará un periodo presidencial, no inaugura un régimen ni ha reescrito las reglas del juego, y es parte de la alternancia que prevé toda democracia liberal. Ganó dentro del sistema y tendrá que gobernar dentro del sistema, no por encima de él.
Este sistema aún ofrece contrapesos robustos. No tiene mayoría absoluta en el Congreso, y una parte de la derecha tradicional no está dispuesta a acompañarlo en aventuras refundacionales o ideológicas extremas. Además del Parlamento, hay un marco institucional que ha aguantado crisis sociales, estallidos, intentos de demoler el sistema representativo y el Poder Judicial. Ahí siguen el Banco Central autónomo, el Tribunal Constitucional con control propio, y una red judicial con márgenes de independencia frente a los poderes.
Y si todo esto suena abstracto, conviene recordar que fuera del Congreso existe una sociedad civil que no es inerme: sindicatos, gremios, organizaciones feministas, ambientales, universidades, profesionales. Todos esos mundos se activan cuando lo que está en juego no es un programa, sino el carácter democrático y pluralista del país.
Tampoco hay que olvidar otro dato: la ciudadanía está cansada de la guerra permanente. La gente quiere soluciones, no trincheras inexpugnables, ni desde el Gobierno ni desde la oposición. Pienso que Kast lo sabe y, si no lo sabe, lo sabrá. Si llega a creer que tiene vía libre para retroceder treinta años en cuatro, se va a topar con la realidad de una ciudadanía que se habituó a derechos que hoy le parecen naturales.
Incluso dentro del nuevo Gobierno habrá técnicos, conservadores racionales, figuras con talento político que estarán atentos a los límites de una agenda restauradora extrema. Ellos saben que el Gobierno no es una cruzada eterna, son nada más que cuatro años de administración del Estado.
No se trata de bajar la guardia (la tentación autocrática siempre es posible) sino de saber cómo y cuándo actuar. Para ello, la templanza política será más útil que mil declaraciones y que se mide, entre otras virtudes, por la aptitud de evitar la tentación de responder con arrebatos a los desmadres de los partidarios más extremos en torno al Gobierno entrante (Kaiser). El mismo Kast seguramente provocará con declaraciones drásticas, las redes arderán, los ministros más duros pondrán a prueba los nervios del país.
De ahí el ejercicio de la templanza como virtud política, como capacidad de no dejarse arrastrar por la pulsión del momento, de dominar el impulso –personal, colectivo o ideológico– y responder con aplomo político. Es elegir bien las batallas, saber cuándo hablar y cuándo callar, cuándo denunciar y cuándo construir. No es resignarse, es hacer oposición responsable (como la propia Jeannette Jara señaló la noche del domingo), sin volverse un enjambre de francotiradores dispersos.
La izquierda tiene tiempo para reflexionar con serenidad, no habrá elecciones nacionales hasta octubre de 2028. Cuatro años sin apuros electorales, sin la distorsión del voto inmediato ni la ansiedad por sumar puntos en las encuestas. Cuatro años que pueden usarse bien o desperdiciarse sin realizar una revisión de lo hecho y seguir apelando a la unidad como la cura que todo lo resuelve.
Esa reflexión debe partir reconociendo que la derrota no es la del pasado domingo. Viene de antes, del silencio, y cuando no complacencia, ante la desolación del estallido social, proviene del primer plebiscito constitucional, cuando se confundió reforma con refundación y se perdió el vínculo con el país real. Vale la pena recordar que el propio Presidente Boric, apenas conocido el resultado de ese plebiscito, tuvo un gesto importante al reconocer que el pueblo había hablado, y fuerte, asumiendo una corrección de ruta presidencial que evitó mayores deslizamientos institucionales, políticos y económicos.
La gran interrogante sigue ahí: ¿qué ha hecho mal la izquierda chilena para que buena parte del pueblo termine votando por un programa que va contra sus propios intereses sociales? No bastan las excusas de siempre: los medios, las fake news, la ignorancia o la tontera de los “fachos pobres”. Hay algo más profundo. ¿Por qué ya no se le cree a la izquierda cuando habla de justicia, de derechos, de igualdad?
No habrá una sola respuesta. El Frente Amplio probablemente revise su institucionalización acelerada, su tono moralizante, su dificultad para conectar con lo popular. El PC vivirá la tensión entre su ortodoxia y una renovación generacional que empuja desde dentro. Y el Socialismo Democrático –en especial el Partido Socialista– deberá salir de la mera cultura administrativa y emprender un nuevo rumbo de renovación de ideas, similar a la de los años ochenta, iniciando su travesía premunido de la propia autonomía, para luego definir alianzas y construir una nueva propuesta para Chile.
La noche de la derrota, en un chat de apoyo a Jara, una persona, mujer, escribió: “No nos derrotó la derecha, nos derrotó Chile”. Una breve frase que descubre la verdadera naturaleza de los dilemas que la centroizquierda tiene por delante, es decir, recuperar la capacidad de convencer y reencantar al país, al universo país, y no solo a su propio nicho y a identidades fragmentarias. En otras palabras, volver a decir algo que valga la pena ser escuchado por todos los chilenos y chilenas.
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