Opinión
AgenciaUno
Gobernar desde la emergencia: el proyecto político de J. A. Kast
Cuando la emergencia organiza de forma permanente la política, lo que se pierde no es solo tiempo para deliberar, sino la capacidad misma de imaginar alternativas, de abrazar la diversidad y de fortalecer la cohesión social.
Tras las elecciones presidenciales en Chile, la idea de emergencia ha dejado de ser un diagnóstico coyuntural para convertirse en una propuesta explícita de gobierno. El Presidente electo José Antonio Kast no solo sostiene que el país enfrenta crisis graves en seguridad, economía y cohesión social; plantea algo más ambicioso y problemático: que Chile requiere un gobierno de emergencia. No como una respuesta transitoria para luego volver a la normalidad, sino como forma de conducción política.
Este giro no puede entenderse solo como una estrategia de campaña ni como una reacción al malestar social. La noción de gobierno de emergencia cumple una función política más profunda: redefine qué entendemos por buena política, por democracia y por legitimidad. Cuando la urgencia se vuelve el principio organizador del gobierno, no solo cambian las prioridades; cambia el modo mismo en que se toman decisiones y se justifica el poder.
La pregunta relevante no es solo si Chile enfrenta problemas reales, sino qué tipo de democracia se configura cuando un liderazgo propone reducir el horizonte de lo político a lo urgente para abordar estos problemas.
El concepto de gobierno de emergencia funciona como un criterio de selección política. En ese marco, lo urgente desplaza a lo complejo y lo inmediato se impone sobre lo estructural. Aquello que no cabe dentro de la emergencia queda fuera del centro de la agenda, no porque carezca de importancia, sino porque “no es el momento”. Así, la política deja de ser un espacio para decidir entre alternativas y se convierte en una lógica de priorización permanente.
Este enfoque ofrece claridad y rapidez en contextos de fatiga democrática, pero lo hace a costa de reducir el espacio de deliberación y estrechar el campo de alternativas legítimas. El proyecto de Kast encaja con precisión en este patrón. Su insistencia en concentrar el gobierno en “las urgencias ciudadanas” instala un criterio explícito de priorización: lo que no es urgente queda relegado. Temas complejos, controvertidos o de largo plazo se postergan, no por irrelevantes, sino por no calzar con el marco de la emergencia.
Cuando todo se presenta como urgente, discutir deja de ser una virtud democrática. La política se redefine menos como disputa entre proyectos y más como gestión eficiente de crisis. ¿Cuál crisis? La que el gobierno de turno defina como tal.
Este marco se vuelve aún más problemático cuando la apelación a la emergencia no se acompaña de definiciones concretas. Durante la campaña, Kast no precisó, por ejemplo, de dónde se recortarían los 6.000 millones de dólares anunciados ni qué programas serían ajustados, lo que estrecha aún más el espacio de deliberación pública bajo la lógica de la urgencia.
Así, gobernar desde la emergencia no implica necesariamente suspender instituciones ni desconocer las reglas democráticas. El Congreso sigue funcionando, los tribunales continúan operando y las elecciones no se ponen en cuestión. Sin embargo, el equilibrio institucional se desplaza y la toma de decisiones se concentra en el Ejecutivo y en sus cuadros técnicos, mientras los controles se vuelven más reactivos que deliberativos. La participación existe, pero pesa menos en la definición de las políticas centrales.
Esta lógica no es solo implícita. El propio Presidente electo –otrora candidato– la ha expresado de manera directa: ha señalado que el Congreso “es importante, pero no es tan relevante como ustedes se imaginan”, que “no se necesitan más leyes para aplicar la ley” y que su administración gobernará con “voluntad y carácter”. La señal es clara: la deliberación legislativa aparece como secundaria frente a la decisión ejecutiva.
Desde esta perspectiva, el llamado a un gobierno de emergencia no representa una ruptura democrática frontal, pero sí la tensiona. Representa algo más efectivo y, por ello, más difícil de advertir: la aceptación social de estándares deliberativos mínimos a cambio de promesas de orden y eficacia. La legitimidad deja de descansar principalmente en la participación y la deliberación, y pasa a apoyarse en la promesa de resultados rápidos.
Este desplazamiento no es neutral. La emergencia se presenta como una condición técnica y objetiva, externa a la política, que obliga a actuar sin demora. La narrativa de la necesidad reduce el espacio de elección. De ese modo, si no hay alternativas para discutir, no hay realmente decisión política, solo ejecución.
Cuando la emergencia se convierte en el punto de partida del gobierno, deja de ser algo que se supera y pasa a ser el fundamento del mandato político. Gobernar bien se asocia a gobernar rápido.
En esa línea, este tipo de lógica tiene efectos acumulativos. Las decisiones adoptadas bajo el lenguaje de la crisis tienden a permanecer. El Poder Ejecutivo se expande y esa expansión se consolida, no necesariamente a través de la ilegalidad abierta, sino mediante reinterpretaciones legales, delegaciones amplias y la normalización de decidir sin pasar por el debate democrático. Lo excepcional se vuelve costumbre sin necesidad de declararlo como tal.
El riesgo, entonces, no es un giro autoritario abrupto (aún), sino algo más sutil: la normalización del gobierno por urgencia. Una democracia que opera permanentemente de ese modo no colapsa, pero se vuelve más frágil. Pierde capacidad para procesar conflictos profundos, para generar diversidad de alternativas, para pensar en el largo plazo y para sostener desacuerdos sin convertirlos en amenazas.
Así, desde la calidad de la democracia y la legitimidad del ejercicio del poder, la crítica al proyecto de Kast es central. No se trata de afirmar que propone un régimen autoritario en el sentido clásico. Se trata de advertir que su apuesta por un gobierno de emergencia contribuye a erosionar la democracia, donde la eficacia técnica desplaza progresivamente a la deliberación política como valor central.
Chile necesita acción estatal, pero una democracia no se mide solo por rapidez, sino por su capacidad de decidir colectivamente. Reducir la política a la administración permanente de crisis puede parecer pragmático hoy, pero empobrece el horizonte democrático mañana. En un contexto donde las democracias contemporáneas “mueren desde dentro”, levantar advertencias a su potencial contracción es necesario.
Entonces, la pregunta de fondo no es si Chile necesita orden o decisión. Es otra, más incómoda y profunda: qué estamos dispuestos a perder cuando la emergencia se vuelve la regla y no la excepción. Porque cuando la emergencia organiza de forma permanente la política, lo que se pierde no es solo tiempo para deliberar, sino la capacidad misma de imaginar alternativas, de abrazar la diversidad y de fortalecer la cohesión social.
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