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El fin de “una” izquierda Opinión Archivo (AgenciaUno)

El fin de “una” izquierda

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Mauro Basaure
Por : Mauro Basaure Universidad Andrés Bello. Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social
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Deben existir al menos dos izquierdas. Una materialista, orientada a la redistribución, al trabajo, a la seguridad y a la soberanía. Y otra forma de progresismo, centrada en la diferencia, el reconocimiento, los derechos humanos y las luchas culturales.


La izquierda está entrando a pabellón. No por un accidente, ni por un error puntual, sino por una condición crónica que las varias derrotas electorales de los últimos anios han dejado al descubierto con una crudeza difícil de eludir. En la Convención, de modo paradigmático, se intentó que todas las luchas hablaran a la vez y bajo una sola voz. Lo que apareció no fue una síntesis virtuosa, sino un organismo que terminó atacándose a sí mismo: una dinámica autoinmune. Y ese episodio —más que cualquier diagnóstico posterior— mostró con claridad algo que el progresismo aún se resiste a asumir: el proyecto de una sola izquierda, capaz de integrar redistribución material y reconocimiento identitario, llegó a su límite histórico.

Esa constatación explica, además, por qué la derecha se mueve con ventaja en el escenario actual. La política no premia la complejidad ni la ambivalencia. La derecha lo sabe desde siempre. Por eso, más que resolver sus contradicciones, las esconde, las minimiza o simplemente se niega a exhibirlas. Así lo volvió a hacer, una vez más, al instalar sin fisuras la noción de “gobierno de emergencia”: con ello se limpió sin esfuerzo de la contradicción entre el interés y bien común y universal (según las encuestas) y un programa cultural conservador particularista. Esa lección la aprendió Republicanos rápidamente luego del fracaso del segundo proceso constitucional. La izquierda, en cambio, ni siquiera identifica su enfermedad, pero sufre de los síntomas (las múltiples derrotas).

La derecha ha comprendido algo elemental: a ella no se le exige reflexión, se le exige certeza, coherencia, una línea clara. Cuando deja de ofrecer eso —cuando se vuelve ambivalente, dubitativa, liberal en el sentido político del término— también fracasa. Ahí está Evópoli como ejemplo: en el momento en que intentó combinar mercado con derechos, orden con matices, conservadurismo económico con liberalismo cultural, dejó de ser una promesa y pasó a ser irrelevante. En política, la ambivalencia no es virtud: es debilidad.

El triunfo de Kast se entiende mejor en ese marco. El triunfo de Kast no es el de un líder y un programa sofisticado; lo sabemos. Es el triunfo de la no-contradicción. De la afirmación seca, sin fisuras. De la idea de que el mundo es simple y que quien lo complica es sospechoso. Frente a eso, la izquierda comparece en clara desventaja, no por falta de causas justas, sino por exceso de ellas. El progresismo colapsa por sobrecarga: demasiadas demandas conectadas a un mismo circuito político. Esto es lo que no se ha logrado ver.

Desde la irrupción de los nuevos movimientos sociales en los años ’70 y ’80, la izquierda decidió —con buenas razones normativas— ampliar radicalmente el mapa de injusticias que buscaba representar. Ya no se trataba solo de redistribución material, sino también de reconocimiento, diferencia, identidades, memorias, cuerpos, territorios, ecologías.

El problema es que ese gesto expansivo la obligó a convivir y lidiar con contradicciones cada vez más difíciles de procesar políticamente: ecologismo versus empleo, identidades y diversidades versus universalismo, derechos humanos versus seguridad, migración versus seguridad pública y cohesión social, antipunitivismo versus demanda de castigo. Estas contradicciones y dilemas políticos entre muchas otros. A eso se sumó una tensión adicional, quizá la más corrosiva: la distancia entre el discurso y la práctica cuando se ejerce el poder, siendo en este punto el caso Monsalve un caso emblemático, pero lejos de ser el único.

El progresismo buscó decir muchas cosas al mismo tiempo e intentar, malamente, ser fiel a todas, quedar bien con todas, no quedar mal con nadie. El resultado fue exactamente el contrario: terminar quedando mal con todos. El caso de la película Emilia Pérezque ya he analizado en este mismo medio— funciona como un espejo perfecto de este problema. Una victoria simbólica para la visibilidad trans puede leerse simultáneamente como reivindicación de la diferencia sexual, apropiación colonialista, banalización de la violencia o marketing cínico de la diversidad. Cada giro del caleidoscopio revela una verdad distinta, pero ninguna logra imponerse como relato común. Esa es la tragedia del progresismo contemporáneo: cada causa es legítima en sí misma, pero el conjunto es políticamente imposible de sostener.

Para enfrentar este tipo de desafío, la izquierda recurrió desde los años ’80 al concepto gramsciano de hegemonía, sobre todo en su versión Laclau-mouffiana. La idea era elegante: articular demandas heterogéneas de manera contingente, producir una unidad política allí donde no la hay, construir un “pueblo” que no preexiste. La hegemonía operó como una tecnología de integración de lo diverso, como un artificio necesario para dar coherencia a lo que no calza. Durante un tiempo animó discursos y tuvo la apariencia de funcionar. En retrospectiva, hoy resulta claro que nunca lo hizo. Y que el tiempo de ese artificio político se acabó. Pese a mi afecto personal por ellos, hay que decir: Good bye, Laclau! Good bye, Mouffe.

El primer proceso constitucional lo mostró con una elocuencia implacable: las lógicas del reconocimiento no se subordinan a las de redistribución, ni estas a las primeras. No hubo un principio organizador capaz de jerarquizar sin fracturar. No hubo hegemonía. Lo que hubo fue una acumulación de razones justas, todas urgentes, que, al no poder ordenarse sin costo, se volvieron vulnerables a la lectura adversaria: dispersión, exceso, incoherencia, ¡disociación demente!

Hoy es cada vez más evidente que muchas de estas contradicciones no son integrables ni resolubles sin pérdida. No se trata de falta de pericia discursiva ni solo de errores tácticos, aunque de hecho hay mucho de eso. Se trata de contradicciones estructurales. Y lo más grave es que el costo de intentar integrarlas lo paga siempre la izquierda, mientras que el beneficio lo capitaliza invariablemente la derecha. Cada ambigüedad o renuncia se convierte en denuncia de “incoherencia”. Cada tensión no resuelta, en “doble estándar”. Cada gesto reflexivo, en prueba de debilidad.

La derecha, mientras tanto, ha aprendido a usar a Gramsci mejor que la propia izquierda. No para integrar demandas contradictorias bajo la noción de hegemonía, sino para disputar la cultura, el sentido común y los afectos. La llamada “batalla cultural” no busca encontrar arreglos para una realidad compleja y diversa, sino simplificarla moralmente. Y cuando la izquierda aparece dividida, dudosa o atrapada en dilemas, la derecha se presenta como el único actor claro, capaz de actuar y decidir. No necesita tener razón en todo: le basta con parecer unívoca. Los medios que proponen pueden parecer irreales e impracticables, pero el fin es uno solo.

Hoy, tras la derrota, la izquierda extrae una lección parcial: hay que volver a lo material, a la redistribución, a la seguridad. El Partido Socialista parece moverse en esa dirección, pero sin mayor reflexión estratégica, más bien como un nuevo tanteo. Ese movimiento se traduce, además, en aislar al Frente Amplio como expresión concentrada de aquello que habría que evitar en política. Pero este tanteo ignora algo fundamental: los péndulos no se detienen; solo cambian de dirección. El polo postmaterial e identitario —woke, dirán algunos— no va a desaparecer. El feminismo, el ecologismo, la diversidad, los derechos humanos no son modas. Hoy se han vuelto casi innombrables, pero volverán. Y cuando lo hagan, volverán también las contradicciones y continuarán las derrotas.

Por eso, la conclusión es incómoda, dolorosa y, para muchos, inaceptable: el tiempo de una sola izquierda se terminó. No porque una de sus vertientes sea falsa o ilegítima, sino porque juntas se neutralizan. El problema no es normativo sino estrictamente político. Es el momento de la difícil cirugía de separación de una criatura cuya vida, en su estado actual, es inviable. Se acabó el tiempo del engendro de dos cabezas: cada una habla en nombre de nociones de justicia, pero unidas se debilitan hasta la muerte.

Deben existir al menos dos izquierdas. Una materialista, orientada a la redistribución, al trabajo, a la seguridad y a la soberanía. Y otra forma de progresismo, centrada en la diferencia, el reconocimiento, los derechos humanos y las luchas culturales, que encuentre su propia forma de representación y competencia política. Pueden, por cierto, generar alianzas, pero solo a partir de la coherencia discursiva y estratégica interna de cada proyecto por separado. No una fusión que licúe identidades políticas, sino pactos entre proyectos claros e internamente coherentes.

La contradicción, la ambivalencia y el reconocimiento de la complejidad son fecundos en el debate intelectual; son virtudes del pensamiento. Pero en política funcionan como munición para el adversario. La política no es un seminario donde la ambivalencia se valora como sofisticación, sino una escena donde la duda se lee como falta de convicción. La derecha lo ha entendido perfectamente. La izquierda, en cambio, sigue pagando el precio de querer representar todos los dolores del mundo bajo una sola bandera. Y mientras insista en esa ficción integradora, lo que hoy llama unidad seguirá operando como su forma más eficaz de encontrar la derrota.

Nota: Estas reflexiones fueron desarrolladas a la luz del Conversatorio: Desafíos del Progresismo en Europa, que contó con la participación de Frédéric Sawicki (profesor de de la Universidad París 1 Panthéon-Sorbonne), Rémi Fefebvre (profesor de la Universidad de Lille) y Florence Haegel (profesora de Sciences Po Paris). Fue organizado en el marco de las actividades de vinculación con el medio del Núcleo Milenio Crisis Políticas en América Latina (Crispol), del proyecto ECOS-Anid dirigido por Stéphanie Alenda (UNAB) sobre las recomposiciones partidistas y nuevas radicalidades Chile-Francia, y contó con el apoyo de las Fundaciones Chile 21 e Iguales.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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