Opinión
Papá, necesito que me protejas mejor
Pedir a los adolescentes que sean ellos quienes elijan entre la seducción adictiva de las pantallas o la tarde serena es una propuesta cruel. Lo que necesitan son padres que ejerzan su autoridad.
Muchos jóvenes se quejan de lo mismo: “Pensando en la cantidad loca de tiempo que he perdido desde que tengo celular… ahora me doy cuenta: hubiera preferido tener un papá más duro que me obligara a esperar hasta salir del colegio para tener Internet libre y redes sociales en el bolsillo”. Todo el mundo lo intuye. La buena noticia es que se están dando pasos importantes para rescatar a los jóvenes del embrutecimiento.
Australia embiste contra las plataformas de redes sociales. “Asegúrense de que los menores de 16 años no se enreden”, dijo. “Y no me vayan a preguntar cómo hacerlo, que eso es problema de ustedes, ¿eh?”. Chile, por su parte, aunque con más timidez, también avanza: acabamos de aprobar una ley que prohíbe el uso de celulares en colegios.
Ahora bien, ¿será suficiente? Algunos lectores han puesto el dedo en la llaga al preguntar por la efectiva aplicación que pueda tener ese mandato. Entiendo esa suspicacia. Pues, más allá de fiscalizaciones esporádicas, lo que realmente funciona es crear una cultura educacional libre de pantallas. Y eso depende sobre todo de los padres.
La razón de que los niños pierdan hasta ocho horas diarias en pantallas, en muchos casos se debe a que sus padres toleran ese derroche. A veces simplemente no están, pero en otras ocasiones temen el conflicto y confían demasiado en negociar. El médico Leonard Sax ofrece un buen ejemplo sobre esta crisis en su libro El colapso de la autoridad (Palabra, 2017). Una madre lleva a su hija de 14 años a su consulta, por una erupción cutánea en la comisura de los labios. Sax intuye que la causa puede ser falta de vitaminas, así que pregunta si la paciente consume verduras crucíferas, como coliflor, repollo o espinacas. La madre suspira: “No quiere comer casi nunca verdura. Sinceramente, hoy por hoy casi lo único que come son papas fritas”.
A una niña de 14 años no se le da a elegir entre papas fritas y espinaca: las verduras son obligatorias y punto. Sentido común, ¿no? Ahora bien, esta situación ¿no es similar a la lucha que ofrecen los adolescentes con los celulares? ¿Cuántas veces hemos oído a una mamá quejarse de que su hija se pasa la tarde retocando fotos para subir a Instagram, en lugar de ponerse a estudiar? Y luego se justifica suspirando: “Todo el día le estoy repitiendo lo mismo: que me escuche cuando le hablo, que baje a comer con la familia, que no recorte el sueño… pero no me hace caso”.
El drama es que, así como el adolescente carece de fuerzas para elegir la espinaca si tiene delante una brillante porción de papas fritas, es iluso suponer que cuenta con músculos suficientemente desarrollados como para manejar con autocontrol estos aparatos.
El niño que rechaza las verduras, pero no le sirven nada a cambio, siente hambre. Frente a ese dilema, pronto recupera su interés –¡y gusto!– por la ensalada. Asimismo, si el adolescente desea perder el día con pantallas, pero no tiene ninguna disponible, entonces conoce el aburrimiento. Frente a esa coyuntura, incómodo ante el vacío, el joven se levanta para tomar té donde la abuela, sale al parque para admirar un hormiguero escondido, o incluso es capaz de interesarse por la geometría. En resumen, así como el hambre suscita la reconciliación con las verduras, el aburrimiento es el mejor estímulo para un desarrollo saludable de la personalidad.
Nada es tan urgente como la formación de nuestros niños. El crecimiento de sus huesos no espera a que terminen nuestras vacilaciones. Mientras el hijo todavía es pequeño, como diría Gabriela Mistral: “Ahí va, borracho de aire y de luz, con el pelo suelto como una crin” (Pasión por enseñar, 2017). Pero luego, en cuanto cierra la puerta de su habitación para intoxicarse con vanidades, su biografía se trunca, se complica, enferma. Y cuando nos damos cuenta, puede ser tarde. En este sentido, la prohibición durante la jornada escolar es un tremendo alivio para educadores y alumnos. Sin embargo, queda pendiente que los padres protejan a los suyos durante la tarde —¡y la noche!–.
Pedir a los adolescentes que sean ellos quienes elijan entre la seducción adictiva de las pantallas o la tarde serena es una propuesta cruel. Lo que necesitan son padres que ejerzan su autoridad. Que los protejan del peso excesivo del aparato para crecer sanos, borrachos de ideales y libres de erupciones cutáneas en la comisura de los labios.
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