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Descentralización en serio: no se trata de cuántas regiones, sino qué relevancia y poder tienen EDITORIAL

Descentralización en serio: no se trata de cuántas regiones, sino qué relevancia y poder tienen

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La descentralización no es una bandera identitaria localista, es una herramienta de gobernabilidad, desarrollo y democratización. Si queremos acortar las brechas entre las regiones y acercar el Estado a todo el territorio, toca avanzar hacia un traspaso efectivo de atribuciones.


Chile lleva al menos tres décadas discutiendo la descentralización, pero la solución al centralismo no depende de la creación de más regiones o de reducir su número. Desde el proceso de regionalización que dividió al país en 13 regiones en la década de 1970, solo se han hecho ajustes puntuales al modelo: en 2007 se crearon las regiones de Los Ríos y de Arica y Parinacota; la Región de Ñuble, en 2018; y, más simbólico, les devolvimos a las regiones sus nombres –y con ellos, el reconocimiento a su identidad–, dejando atrás los numerales romanos legados por la dictadura. Pero la concentración del poder económico, político y cultural en la capital apenas se ha movido.

La conclusión salta a la vista: la tarea no consiste en encontrar el número “mágico” de regiones que Chile necesita, sino en transferir poder real a las ya existentes. Esto supone mover el foco de la conversación desde la división político-administrativa hacia un diseño institucional que avance en autonomía económica y política para las regiones.

Se trata, así, de dotar a las autoridades regionales de atribuciones y competencias claras, financiamiento estable y equitativo –amén de fiscalización y control del gasto de ese financiamiento, por supuesto– y la creación de unidades territoriales que sean el reflejo de la diversidad cultural, social y económica del país, pero todo esto sin caer en la hiperfragmentación territorial.

La urgencia por la descentralización no es retórica. Según un informe de 2024 de la OCDE, en 2021 el 92,6% de los ingresos del Gobierno en Chile se recaudaron en el nivel central, muy por sobre el promedio OCDE de 52,5%. El gasto público centralizado era mayor al 89% del total y la emergencia sanitaria del COVID-19 profundizó dicha concentración.

Las consecuencias de estos indicadores para la calidad democrática resultan evidentes. Cuando las decisiones se toman a cientos de kilómetros, las políticas gubernamentales se desalinean de las urgencias del territorio, los plazos se dilatan y la confianza ciudadana en la institucionalidad se erosiona. Esperar que las regiones sean responsivas a las necesidades de sus habitantes sin facultades ni financiamiento es, en los hechos, pedir milagros.

En cuanto a la autonomía política, quizás el mayor punto de inflexión a la fecha ha sido la promulgación de las leyes 21.073 y 21.074, a fines del segundo Gobierno de Michelle Bachelet, que establecieron, por primera vez, la elección popular de la máxima jefatura regional y el delineamiento del proceso de transferencia de competencias a los gobiernos regionales.

El mandato democrático quedó entonces trazado y el desafío, hoy, es completar la transferencia de funciones y destrabar el principal nudo político en el que nos encontramos a la fecha: la coexistencia de gobernadores electos y delegados presidenciales (exintendentes).

Pero el panorama no es alentador. En 2021, el programa del actual Gobierno prometió eliminar la figura del delegado por duplicidad de funciones con los gobernadores regionales. Hasta el día de hoy, esto no ha ocurrido. Peor aún, en 2025 las tres candidaturas con mayores posibilidades de llegar a la Presidencia consideran mantener los delegados presidenciales –por razones de orden público o coordinación–, perpetuando de ese modo la ambigüedad de mando y dilatando la promesa de la reforma de 2018.

Si Chile quiere descentralizar en serio, debemos implementar un diseño institucional que no reproduzca el centralismo por la puerta trasera. Y, para pasar del discurso a los hechos, no tenemos que inventar la pólvora.

Se debe, primero, definir claramente una autoridad democrática regional y transferir competencias y presupuesto –con los mecanismos de fiscalización y control necesarios–. Sin recursos basales ni ingresos propios, la autonomía regional es retórica.

Lo segundo, entonces, es abrir la discusión de una Ley de Rentas Regionales que combine participación en impuestos nacionales, royalty y tributos territoriales, con mecanismos de igualación para no ampliar brechas entre regiones. El contexto de la crisis climática a nivel global y su invitación a repensar un nuevo modelo de desarrollo constituyen una oportunidad para empezar la conversación, incorporando la vocación productiva de las regiones.

Y, tercero, asegurar la inversión pública coordinada entre los distintos niveles de gobierno. No se trata de desvincular el desarrollo regional del nacional, al contrario, la OCDE es clara en recomendar la coordinación de los gobiernos centrales, regionales y locales para promover un desarrollo nacional más equitativo y coherente con la diversidad territorial de los países.

La descentralización no es una bandera identitaria localista, es una herramienta de gobernabilidad, desarrollo y democratización. Si de verdad queremos acortar las brechas entre las regiones y acercar el Estado a todos los rincones del territorio nacional, toca dejar de evadir el problema de fondo con la innecesaria creación de nuevas regiones –que nacerán en las mismas insuficientes condiciones que las ya existentes– y avanzar, en cambio, hacia un traspaso efectivo de atribuciones, para que las regiones puedan, por fin, ser un contrapeso real al poder central de Santiago.

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