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“El alma del verdor de Santiago” de Romy Hecht Marchant: árboles y poder CULTURA|OPINIÓN Crédito: Andrés Vargas

“El alma del verdor de Santiago” de Romy Hecht Marchant: árboles y poder

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Paula López Wood
Por : Paula López Wood Periodista y escritora.
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Leer este libro es abrir los ojos a una ciudad que creíamos conocer. Es entender que nuestros paseos están llenos de ficciones: que los parques no sólo son verdes, sino ideológicos; que la belleza también es un gesto de poder.


Hace un par de años, durante un viaje invernal a la región de Magallanes y la Antártica chilena, tuve la oportunidad de visitar Cerro Sombrero. Era domingo, sus habitantes estaban resguardados en sus casas y el sol tangente de las altas latitudes australes penetraba en esas horas previas al crepúsculo los vidrios rotos del centro deportivo de Cerro Sombrero.

Frente a sus escaleras monumentales había un invernadero que parecía en abandono. Edificio claro y transparente en medio de la agreste pampa fueguina, resguardaba un microclima lejano al ambiente fueguino, creado para acoger a cientos de especies arbóreas, plantas y hortalizas que cumplían con la promesa de crecer, adornar y proveer a una zona de condiciones climáticas extremas.

Romy Hecht Marchant creció en este pequeño campamento petrolero cercano a la frontera con Argentina en Tierra del Fuego. Entre Puerto Percy y Cerro Sombrero, en esa vegetación estepárica apenas interrumpida por coirones, piños de oveja vivió hasta los diez años, cuando se mudó a Punta Arenas. Pienso en eso mientras termino de leer su más reciente obra, El alma del verdor de Santiago, y a la vez, vuelve a mi cabeza la imagen del único habitante de Cerro Sombrero que divisé esa fría tarde de domingo.

El viento del oeste soplaba con insistencia afilada y, en una calle alejada del centro, un hombre mayor barría la acera que daba al frontis de su casa. Con cada movimiento de la escoba el polvo se elevaba y describía un semicírculo perfecto, para caer nuevamente sobre el suelo, siguiendo la indiferente voluntad del viento.

Interrumpí su faena para preguntarle si sabía de un almacén abierto por esas horas, a lo que respondió con una seña rápida e indiferente, para volver rápidamente el ritmo de su barrido, inútil a mis ojos, acaso necesario para él. Como si el gesto mismo de barrer le bastase para afirmar algo sobre su lugar en el mundo.

Al leer El alma del verdor de Santiago (Orjikh, 2025), esa imagen volvió con fuerza a mi cabeza. No solo por el origen de la autora, arquitecta, doctora en Historia y Teoría de la Arquitectura en la Universidad de Princeton y actual decana de College UC, sino sobre todo, porque este libro trata, en el fondo, de aquellos gestos: los que intentan darle sentido, forma y raíz a un entorno que ya sea por las características de su ecosistema fundacional, por las condiciones sísmicas del paisaje, ya sea por políticas públicas incapaces de prolongarse en el tiempo, se resisten al verdor.

Es un libro sobre árboles y espacios vegetados, sí, pero también sobre el poder, la modernidad, la belleza y la exclusión que sugieren estos espacios. Y sobre cómo el verdor de una ciudad puede ser tan fabricado como su arquitectura.

La hipótesis que recorre este trabajo es clara y potente: el paisaje es una construcción cultural, un artefacto social y simbólico que ha sido moldeado con una intención precisa. El libro se centra en los actuales espacios vegetados emblemáticos del gran Santiago, para hacernos ver que sus parques y alamedas no fueron silvestres ni naturales, sino una naturaleza domesticada con fines políticos, higiénicos y estéticos. En este sentido, el libro despoja al verde urbano de cualquier inocencia. Lo revela como un escenario ideológico, moral, estratégico, en donde sus parques, alamedas y paseos guardan una agencia tan radical como la de las figuras públicas que estuvieron detrás de su construcción y permanencia.

Esos espacios son, para Romy Hecht, la Alameda de las Delicias, los Tajamares del Mapocho, la Quinta Normal, el cerro Santa Lucía, el Parque Forestal y el cerro San Cristóbal, hitos que estructuran los principales capítulos del libro. Cada uno de ellos es examinado como una gran pieza de documentación dentro de una narrativa de civilización, progreso y control. Puesto que no eran solamente espacios de paseo o recreación; eran laboratorios morales. El verde, en ese contexto, no sólo debía refrescar o embellecer: debía educar.

Así lo vemos desde momentos muy fundacionales como en la Historia natural del Reino de Chile, en donde Alonso de Ovalle plantea a mediados del siglo XVII esa lógica libre de ingenuidades: el paisaje debía ser expiado de su condición salvaje, limpiado simbólicamente para convertirse en escenario del orden cristiano y republicano. Esa idea, que hoy nos puede sonar lejana, Hecht demuestra que sobrevive en cada decisión vegetal tomada desde entonces y proyectada a la actualidad. La introducción de especies exóticas —álamos, sicomoros, robinias, olmos— sobre los árboles nativos —maitenes, arrayanes, peumos y otros del bosque esclerófilo de la zona central— no respondía solo a criterios prácticos de sombra o crecimiento rápido, sino a una voluntad de marcar una distancia simbólica con lo local, lo indígena y a ojos de extranjeros llegados a Chile, lo estéril e incivilizado.

Pero en el libro surgen también espacios en donde la vegetación local, inevitablemente, toma su revancha. Muchas de las estrategias por establecer un verdor en la capital urbana requerían de una base arbórea y nativa capaz de resistir a las condiciones de sequía prolongada, desbordes de ríos, actividad sísmica, oscilaciones térmicas, entre tantos otros cambios y discontinuidades.

Aquí Hecht recupera un adelantado proyecto de Benjamín Vicuña Mackenna para las calles de Santiago hacía a mediados del siglo XIX: plantar árboles foráneos de rápido crecimiento para, con este bosque pionero de álamos, alisos y abedules, asegurar la sombra, y luego, bajo su cobertura, introducir especies endémicas más lentas, como canelos, peumos y quillayes.

Una política vegetal –conocida como sucesión vegetacional– que puede leerse también como metáfora cultural: lo inmediato apropiándose de la silenciosa persistencia de quienes han logrado resistir los múltiples cambios, y logra, a fin de cuentas, echar raíces definitivas y perpetuas, aunque no sean visibles a simple vista.

En este libro, además, se han recuperado figuras conocidas como la de Claudio Gay en el rol del paisajismo y la jardinería urbana, y otras menos visitadas, en un esfuerzo meticuloso por reconstruir la red de saberes y oficios que permitieron imaginar estos espacios. Hecht recupera personajes fundamentales pero olvidados: jardineros, arboristas, botánicos y paisajistas como Luis Sada, Édouard Beaumont y Guillaume Renner, verdaderos autores de la arquitectura del paisaje de Santiago.

Un trabajo que la autora ya viene permeando en libros previos como La sublime naturaleza de George Perkins Marsh y El paisaje sí importa (Arqdocs de ARQ, 2024) o la compilación, edición y traducción de Paisajes para el pueblo, ensayos de Frederick Law Olmsted (Orjikh, 2022).Todos ellos vieron en la vegetación algo más que ornamento: vieron un relato posible de ciudad.

La escritura de Hecht, que equilibra la erudición con la claridad, se vuelve aun más interesante cuando recordamos que, como toda buena narración, ha sido atravesada por la experiencia. La autora creció en la pampa fueguina, donde el viento y el espacio no domesticado trazan otros tipos de paisaje. Su trabajo ha girado en torno a la pregunta por cómo habitamos lo que nos rodea, cómo lo representamos,  y cómo, con triunfos y pérdidas, logramos su domesticación.

Este nuevo libro es tal vez su obra más política. No en un sentido partidista, sino en cuanto al modo en que revela que cada árbol plantado en Santiago fue una decisión ideológica. Que la sombra bajo la que caminamos es el resultado de disputas culturales y proyectos de nación.

Publicado por Orjikh Editores, El alma del verdor de Santiago se suma a un catálogo coherente con esta mirada crítica y poética del entorno. Libros como Futuro esplendor, de Andrea Casals y Pablo Chiuminatto —que lee la poesía chilena desde una sensibilidad ecológica— o Ser naturaleza, de Andrea Staid —que propone una reconfiguración antropológica del vínculo con el medioambiente—, dialogan con esta misma urgencia: pensar la naturaleza como relato, como historia compartida, como material político.

La huella de Pablo Chiuminatto, cofundador de Orjikh y figura clave en la ecocrítica latinoamericana, se percibe en cada línea. Este libro, también, es un homenaje a su legado: escribir la naturaleza desde el sur, con rigor, sensibilidad y memoria.

Leer El alma del verdor de Santiago es abrir los ojos a una ciudad que creíamos conocer. Es entender que nuestros paseos están llenos de ficciones: que los parques no sólo son verdes, sino ideológicos; que la belleza también es un gesto de poder. Y, sin embargo, como el hombre que barría bajo el viento fueguino, como quienes plantan árboles sin verlos crecer, hay en esos actos una dignidad persistente, una forma de resistencia poética frente a lo que no podemos ni podremos controlar.

Ficha técnica:

El alma del verdor de Santiago

Romy Hecht Marchant

Orjikh editores

Abril, 2025

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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