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El poder que abandonaron Opinión Archivo

El poder que abandonaron

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Felipe Díaz Salamanca
Por : Felipe Díaz Salamanca Candidato a Presidente Regional Metropolitano PR
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La derecha dura no apareció por mérito propio. Apareció porque alguien dejó la puerta abierta. Cuando el Estado no ejerce autoridad, alguien promete imponerla. Cuando quienes gobiernan dudan, otros avanzan sin dudar. La política no tolera el vacío. Y la izquierda chilena lo dejó crecer.


La izquierda y la centroizquierda chilena no fueron derrotadas: abdicaron. Abandonaron el poder real mientras seguían ocupando cargos, renunciaron a la autoridad mientras hablaban de Estado y dejaron de gobernar mucho antes de perder las elecciones. Lo hicieron de manera gradual, casi imperceptible, convencidas de que el país podía sostenerse solo mientras ellas administraban símbolos, relatos y buenas intenciones.

La Democracia Cristiana fue la primera en soltar el timón. Temió al conflicto, evitó la decisión y confundió la moderación con la irrelevancia. Eligió no incomodar a nadie y terminó sin incomodar a nadie, es decir, sin importar. El Partido Socialista y el PPD, que alguna vez entendieron que gobernar era ejercer poder con responsabilidad, se replegaron en la nostalgia de sus propios aciertos. Administraron cargos, equilibrios internos y memorias gloriosas, mientras el país real cambiaba sin pedir permiso. El Partido Radical se diluyó en la supervivencia mínima, renunciando a cualquier pretensión de conducción.

Luego vino la supuesta renovación. El Frente Amplio, Revolución Democrática, Convergencia Social, Comunes y su constelación de aliados llegaron con la promesa de hacer política de otra manera. Lo que hizo, en la práctica, fue desconfiar del poder que debía ejercer. Gobernaron mirando al Estado como si fuera un problema moral, no una herramienta política. Dudaron frente a la seguridad, relativizaron la violencia, trataron a la autoridad como un residuo incómodo del pasado y creyeron que la legitimidad ética bastaba para que las cosas funcionaran. No bastó. Nunca basta.

El Partido Comunista empujó desde otro flanco. Nunca ocultó su incomodidad con la autoridad estatal cuando no la controla, ni su desprecio por el pragmatismo. Operó como un factor de rigidez permanente, tensionando cada intento de decisión, recordándole al gobierno que ejercer poder también podía ser leído como traición ideológica. Habló de pueblo, pero ignoró el miedo concreto de quienes viven bajo amenaza cotidiana. Reivindicó derechos abstractos mientras el territorio se desordenaba.

Los partidos menores, Humanista, Acción Humanista, Liberal y el Frente Regionalista Verde Social completaron el cuadro. Mucha consigna, poca responsabilidad. Mucha causa, poco gobierno. Ninguno asumió el peso de conducir; todos se sintieron cómodos opinando desde el margen, incluso estando en el centro del poder.

Así se fue construyendo un Estado paradójico: omnipresente en el discurso, ausente en la realidad. Un Estado que prometía, pero no llegaba. Que explicaba, pero no resolvía. Que hablaba de derechos mientras perdía el control del territorio. Un Estado al que la izquierda y la centroizquierda llenaron de palabras, pero vaciaron de autoridad.

Cuando la violencia empezó a marcar la vida cotidiana, la respuesta fue semántica. Cuando el crimen organizado avanzó, la reacción fue analítica. Cuando la migración se volvió caótica, la política fue voluntarista. Siempre hubo una explicación, nunca una decisión clara. Siempre hubo contexto, nunca conducción. Gobernar se volvió sinónimo de justificar.

El proceso constitucional fue el punto de no retorno. La izquierda y la centroizquierda tuvieron en sus manos la posibilidad de ofrecer un nuevo pacto político, pero eligieron no gobernar el proceso. Permitieron que los maximalismos capturaran la discusión, confundieron participación con descontrol y pluralismo con ausencia de límites. Miraron, callaron o aplaudieron, convencidas de que el péndulo histórico corregiría los excesos. El país respondió con un rechazo contundente. No fue conservadurismo: fue desconfianza.

Desde entonces, la historia se aceleró. El electorado dejó de escuchar relatos y empezó a buscar garantías. No garantías ideológicas, sino garantías básicas: seguridad, orden, funcionamiento. En ese escenario, la izquierda y la centroizquierda no tenían nada nuevo que ofrecer. Habían renunciado a ejercer poder y, con ello, a ser opción.

La derecha dura no apareció por mérito propio. Apareció porque alguien dejó la puerta abierta. Cuando el Estado no ejerce autoridad, alguien promete imponerla. Cuando quienes gobiernan dudan, otros avanzan sin dudar. La política no tolera el vacío. Y la izquierda chilena lo dejó crecer por convicción, por miedo o por comodidad.

Hoy, muchos de sus dirigentes hablan de errores tácticos, de problemas comunicacionales, de contextos adversos. Evitan la palabra que los persigue: fracaso. Fracaso en entender que gobernar no es pedagogía, es decisión. Que los derechos no se sostienen sin orden. Que el poder no se delega a la historia ni a la moral; se ejerce o se pierde.

El país que dejaron no es más de derecha. Es más incrédulo. Más duro. Más cansado. Un país que aprendió, a la fuerza, que la sensibilidad sin autoridad no protege, que el Estado sin control no sirve, y que la política que teme al conflicto termina entregándoles el poder a quienes no le temen a nada.

La izquierda y la centroizquierda chilena aún pueden reinventarse, pero ya no tienen margen para el autoengaño. No bastan nuevas siglas, ni cambios generacionales, ni discursos corregidos. Mientras no recuperen la voluntad de ejercer poder democrático sin pedir disculpas, seguirán fuera de juego. No por persecución, no por conspiración, sino porque abandonaron aquello que decían defender.

El poder que se abandona no desaparece.

Lo ocupa otro.

Y Chile ya entendió esa lección.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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