Investigación
Imagen: Catalonia
Libro devela los cultos religiosos que han llegado a Chile en los últimos años
La Santa muerte, la santería y otros ritos forman parte de las creencias que ahora se han detectado en el país, en varias ocasiones asociadas a grupos criminales. El experto explica que para los delincuentes de todo tipo lo religioso es algo básicamente.
Luego de varios años investigando en terreno los fenómenos criminales de América Latina, el consultor en crimen organizado y columnista de El Mostrador Pablo Zeballos acaba de publicar su segundo libro, Cuando el crimen reza, editado por Catalonia, al igual que si primer libro, Un virus entre sombras (2024).
Con el subtítulo de “Cultos, prácticas, ritos y narcorreligiosidad en el crimen organizado”, el texto es una suerte de compendio en el cual Zeballos, exoficial de Inteligencia de Carabineros, va relatando los viajes que ha realizado a territorios tomados por el crimen organizado en distintos países del continente, con un especial énfasis en Chile, pues parte explicando el culto a la Virgen de Monserrat en la iglesia conocida como “La Viñita”, en Recoleta, a la cual se encomiendan los delincuentes santiaguinos desde hace muchos años, para luego explicar cómo distintos ritos provenientes de otros lares han ido penetrando en el país de la mano de grupos de crimen organizado que practican, entre otros, los de la Santa Muerte o la Santería, pero también se explaya en uno de los territorios más ignotos del mundo de la espiritualidad (o la antiespiritualidad, en realidad), al abordar el uso de los conceptos satánicos en los bajos fondos.
Sin embargo, no se queda solo en eso. En el libro también hay mucha historia latinoamericana política, pues recuerda la forma en que Nayib Bukele y Hugo Chávez, entre otros, han utilizado la religiosidad como una forma de proclamarse superiores a los demás mortales y también explica la forma en que los criminales conciben la religiosidad que, para ellos, más que una forma de amor al prójimos, es más bien una invocación a que lo desconocido los proteja en los momentos de peligro, entre otras cosas.
La mutación del mal
—Los cultos religiosos suelen apelar a la virtud, la rectitud, la honestidad. ¿Cómo se entiende entonces que quienes optan por la delincuencia generen o adhieran a cultos religiosos? ¿Nos cuesta entenderlo por la forma en que la cultura occidental concibe lo “bueno” y lo “malo”, como plantea el periodista estadounidense Douglas Farah en el libro?
—Nos cuesta entenderlo porque solemos mirar la religión desde una lógica muy moralizada y binaria; es decir, lo bueno de un lado, lo malo del otro. Sin embargo, en muchos contextos criminales la fe no opera como un código ético, más bien opera como una herramienta funcional, poderosa y, a veces, la única disponible. No se reza para ser mejor persona; se reza para sobrevivir, para protegerse, para ganar una guerra, para justificar decisiones ya tomadas.
Como plantea Doug Farah, en estos universos no existe una contradicción entre rezar y matar, entre encomendarse y extorsionar. La violencia no se vive como pecado; en algunos casos es interpretada como algo natural, como destino, como trabajo o incluso como mandato. Así la espiritualidad se reconfigura y deja de ser trascendental para ser instrumental, ella no absuelve culpas; en muchos casos solo reduce riesgos, por ello nos sorprendimos tanto en Chile cuando algunos de los peores sicarios que venían del extranjero eran también devotos o no se sentían “malas personas”. Por eso el libro no habla solo de fe, sino también de ritualidad y devoción.
—¿Cómo se entiende la aparente contradicción que señala en el libro el sacerdote Nicolás Vial, cuando habla de un “retroceso espiritual” con la irrupción de cultos como la Santa Muerte o la santería en Chile?
—No es una contradicción; creo que responde mucho a nuestros tiempos y, más bien, a una fractura espiritual. Lo que el padre Nicolás Vial observa no es ausencia de fe, sino su mutación. Creo que cuando la violencia se normaliza junto con la ausencia del Estado y la vida se precariza, la espiritualidad deja de mirar al cielo y empieza a mirar a la calle, encontrando allí aquello que busca. En muchos de los casos estudiados en la región estas expresiones devocionales y religiosas no prometen redención ni salvación futura; prometen protección inmediata. Y muchos creen en ello, porque están desesperadamente buscándola. La lógica es simple y brutal: “lo peor que puede pasar es que no funcione; pero si funciona no pierdo nada”. No hablan de amor al prójimo, sino de protección, ventaja, poder, control y venganza y, en algunos casos, también opera como un arma no convencional para amedrentar o atemorizar al adversario. Por eso, más que un auge religioso, lo que vemos es una espiritualidad on demand, ecléctica, degradada, muchas veces desesperada, profundamente marcada por el miedo. No es algo que pueda generalizarse como regla, pero es innegable que está presente. La pregunta de fondo no es si existe, sino cuán presente está y en qué territorios y contextos comienza a echar raíces.
Santería y Santa Muerte
—¿Cuáles son los cultos o expresiones espirituales que se han detectado en Chile asociados a la criminalidad? ¿Existe el riesgo de que se masifiquen y salgan del mundo delictual?
—Es una pregunta enorme y no creo tener una respuesta cerrada. Falta mucha investigación. En Chile, por ahora, no hablamos de cultos estructurados con jerarquías formales, sino que vemos expresiones fragmentadas que, con el tiempo, incluso comienzan a generar menos impacto, una suerte de acostumbramiento en una época saturada de símbolos. Hablamos de devociones a la Santa Muerte, prácticas de santería, rituales híbridos, símbolos importados desde México, Venezuela, Haití o el Caribe, mezclados con creencias locales que muchas veces coexisten sin generar contradicción, y que, por el contrario, muestran una complementariedad asombrosa.
¿Pueden masificarse? Sí, sin duda, porque no son expresiones “puras”, sino parte de un proceso de transculturación que acompaña a los flujos migratorios y a la circulación de símbolos en América Latina. Lo que ocurre es que, como país, estamos viviendo este fenómeno más tarde, aunque es algo bastante común en la región. Por eso su expansión no se da por la vía religiosa tradicional, sino por la vía cultural. Estos símbolos viajan con la música, con las cárceles, con las redes sociales, con los funerales, con la estética del narco y con las migraciones. No es que la sociedad “se vuelva devota” de nuevas expresiones espirituales, sino que normalice una espiritualidad construida, capaz de legitimar la violencia como forma de ascenso, de protección o de identidad.
—¿En este contexto, qué función cumplen los narcofunerales, los altares y las canciones que glorifican a delincuentes muertos? ¿Son fenómenos aislados o parte de un mismo sistema simbólico?
—No son fenómenos aislados, sino piezas de un mismo ecosistema simbólico. El narcofuneral funciona como una ceremonia de poder, un mensaje dirigido tanto al barrio como al adversario. El altar fija memoria y control territorial. La canción convierte al muerto en mito, en héroe, cumpliendo funciones de protección, cohesión e integración, e incluso de construcción comunitaria, especialmente allí donde la penetración delictual en el tejido social ya es una realidad.
Todo ello construye una narrativa poderosa: morir joven, armado y venerado resulta preferible a vivir invisible. Se trata de una forma de reclutamiento, particularmente de niños, niñas y adolescentes, mediante la apología y una auténtica pedagogía de la violencia. Por eso, lo que observamos no es solo la honra del fallecido, sino también la instrucción implícita a quienes quedan de seguir su ejemplo y ocupar ese lugar que dejó.
En ese sentido, estos rituales no debieran leerse como folklore ni como expresiones anecdóticas de la cultura narco: son fórmulas culturales que sostienen, legitiman y reproducen la lógica criminal en el tiempo, y que además presentan cruces relevantes con otros mundos simbólicos, como el de las barras bravas del fútbol, un cruce a mi juicio bastante peligroso.
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