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Francia: una advertencia Opinión Archivo

Francia: una advertencia

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Cristóbal Karle Saavedra
Por : Cristóbal Karle Saavedra Sociólogo, cientista político e investigador.
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Temo que la unidad no nos salvará de la derecha radical. En el mejor de los casos, ralentizará su consolidación, a la vez que nos atrapará en un círculo moral asfixiante. Debemos recuperar nuestra creatividad e imaginación política, no subyugarla.


Hace poco menos de un año, una ola de inesperada alegría –trasuntada de alivio– recorrió súbitamente a la izquierda del mundo entero. Unificando a todas las fuerzas del centro a la izquierda, el Nuevo Frente Popular obtuvo la mayor cantidad de escaños en las elecciones al Parlamento de Francia con una emotiva apelación a la unidad contra el “fascismo”. En Chile, la notificación fue recibida con agrado: como una oportuna legitimación del mantra unitario que inunda los discursos oficiales de la centroizquierda y la izquierda desde hace algunos años, alcanzando incluso a un alicaído PDC. Si en Francia había funcionado, en Chile debería –con razonable expectativa– funcionar.

Hay, al menos, tres errores fundamentales en esta suposición. Más aún, la sola elaboración de un paralelismo entre ambos casos debiese aterrorizar a la izquierda chilena. Observar la situación francesa equivale a mirar el vacío, la derrota y la inexistencia de capacidad estratégica para salir de ella. Pero además, esta incipiente dinámica importa la integración del sistema político chileno en un proceso que ha comenzado a consolidarse en otras democracias occidentales: el tránsito desde un esquema basado en dos grandes bloques (centroderecha y centroizquierda) hasta uno basado en tres (derecha radical, centroderecha y una suma multiforme de izquierdas y progresismos).

A este proceso, que denominamos “francificación”, corresponde la unidad electoral como respuesta táctica, aunque sin un correlato estratégico ni político que le permita proyectarse y revertir dicha tendencia al encapsulamiento. Como está dicho, ante la afirmación según la cual es necesario reaccionar al auge de la derecha radical con la “más amplia unidad”, cabe señalar, cuando menos, tres errores fundamentales.

Primero, la unidad no ha sido exitosa, o lo ha sido apenas en un sentido muy limitado. Mientras el frentepopulismo fracasó estrepitosamente en contener a la derecha radical de los años 30 –aunque fue, curiosamente, exitoso en contener la insurgencia marxista por medio de su integración en coaliciones políticas amplias–, su ineficacia también es verificable en la situación actual. Observemos con más detenimiento el caso francés: el NFP alcanzó un 28% de los votos.

¿Éxito? Para nada. Gracias al sistema electoral uninominal, 180 escaños de 577 (¡sumando a todas las fuerzas a la izquierda del macronismo!), e impotencia para contestar el sitial predominante de la coalición en torno a Macron, que ahora resuelve sus entuertos legislativos con Le Pen, que sigue creciendo. ¿Caso aislado? Mucho menos. Este esquema de “tres tercios” es observable ya en Italia, Austria, Holanda, recientemente en Alemania y Portugal –países que se creían inmunizados contra la derecha radical–, y, más cerca de nosotros, en Brasil y Argentina.

Segundo, la unidad a todo evento trae costos que, aunque difíciles de ponderar, pueden superar los beneficios. La unidad es una estrategia defensiva propia de burocracias orientadas a minimizar las pérdidas a corto plazo. Como tal, cumple una tarea de contención, no de proyección. La urgencia moral de la unidad para detener a un adversario que no acabamos de comprender –de allí la extemporánea atribución de fascismo– implica postergar todo esfuerzo creativo o discusión de ideas, que implicaría necesariamente tensionar o separar aguas. Pero, a la vez, es difícil pensar en quebrar la tendencia actual sin alternativas nuevas.

Esta unidad moralizante parece existir en afinidad electiva con la crisis intelectual de las izquierdas, incapaces siquiera de elaborar una reflexión sobre su atribulado pasado reciente, ni mucho menos acerca de las condiciones estructurales de posibilidad para cualquier proceso de cambio.

Tercero, los costos de la unidad son internamente asimétricos al proyectarlos en el tiempo. Un ejemplo rápido: para un votante con sensibilidad progresista, pero hostil al extremismo, será difícil votar por un partido de centroizquierda pese a su cercanía ideológica, dada su asociación con otros partidos –los cuales, además, mantienen la conducción estratégica del bloque– que para él resultan inaceptables.

Algo similar puede llegar a ocurrir con votantes antisistema refractarios al centro político. Consagrar la unidad significa olvidarse de la posibilidad de ampliar el rango de la base de sustentación de las diferentes fuerzas que la componen: ello, por supuesto, afecta mucho más severamente a aquellas fuerzas cuyo piso es menor pero su techo mayor, que podrían verse más beneficiados en acuerdos contingentes ex post que bajo un imperativo de unidad a todo evento.

Temo que la unidad no nos salvará de la derecha radical. En el mejor de los casos, ralentizará su consolidación, a la vez que nos atrapará en un círculo moral asfixiante. Debemos recuperar nuestra creatividad e imaginación política, no subyugarla. Para decirlo con Costanzo Preve, nuestra tragedia es la de un anticomunismo sin comunismo y un antifascismo sin fascismo.

La insuficiencia hermenéutica de los liderazgos políticos emergentes se expresa con singular claridad en la incapacidad de producir movilización y discursos que sepan identificar a sus adversarios más allá de los clichés. Esta impotencia alcanza a todo el sistema político, pero especialmente a la izquierda: cambiar las cosas requiere de una mayor acumulación de recursos que mantenerlas como están. Y es cuando esto último se convierte en el objetivo primario que la derrota ha sido inapelable.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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