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Consumo morbo: sobre el fenómeno del “Torneo de Cell” Opinión

Consumo morbo: sobre el fenómeno del “Torneo de Cell”

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Álvaro Vergara
Por : Álvaro Vergara Investigador IES
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Como dice la canción de Ska-P que da origen al título de esta columna: la sociedad de consumo nos ha convertido en sus servidores. En este caso, el consumo ocurre a través de las redes sociales.


“Somos la cultura de la basura. Tenemos toda el alma dura”

           Los prisioneros

No quiero ser hipócrita. Yo también me he reído e incluso he imitado las frases de René Puente, el Vendedor de leña, Flaitiano, Papi Micky o Carlitos Vera. Para quienes no reconozcan estos nombres, todos forman parte de lo que en redes sociales se ha denominado el “Torneo de Cell”.

Inspirado en la famosa serie Dragon Ball Z, este fenómeno virtual consiste en que los usuarios premian y hacen famosas a personas provenientes de entornos marginales, destacando precisamente su propia exclusión: sus incorrectas formas de hablar, sus defectos físicos, ruidos graciosos o su “chispeza” para los insultos. En este “torneo” participa quien sea: vendedores ambulantes, personas que el vicio dejó en la calle, presos, modelos que no salen en televisión, trabajadores… todos.

Por supuesto, aunque suene absurdo, esta rareza es un síntoma más de los muchos otros problemas que tenemos con respecto a las redes sociales (sobre esto véase el libro La generación ansiosa. Por qué las redes sociales están causando una epidemia de enfermedades mentales en nuestros jóvenes, de Jonathan Haidt).

Pero en este fenómeno los efectos negativos parecieran volverse todavía más degradantes: para participar en el “torneo”, hay que entrar en una dinámica cuyo objetivo es denostar al otro y, al mismo tiempo, provocar risa. Detrás de esas bromas y burlas pareciera haber algo que genera una forma de diversión colectiva. Hoy, el “Torneo de Cell” cuenta con decenas de miles de seguidores y probablemente sus protagonistas sean, en algunos círculos, más conocidos que muchos de nuestros políticos, autoridades o escritores.

Las redes sociales, impulsadas por algoritmos adictivos, viralizan estas figuras, lo que lleva a que cientos de cuentas compartan esos contenidos para beneficiarse a sí mismas, obteniendo likes y seguidores para sí. De esa manera, dichas actitudes se convirtieron en un espectáculo masivo y gratuito que consume el tiempo de los usuarios mientras observan como una diversión vidas marcadas por la droga, la precariedad, la degradación moral y entornos destructivos.

Desde luego, visto desde una óptica racional, todo esto puede resultar desconcertante. Entiendo, además, que ante lo difícil y agotador que puede ser nuestro día a día, necesitemos momentos para divertirnos con cosas triviales. Sin embargo, el trasfondo de este fenómeno pareciera ser más complejo y profundo: ¿por qué miles –o incluso millones– de personas destinan su tiempo a reírse de otras personas, cuyas facultades racionales, en muchos casos, están mermadas? ¿Quienes protagonizan estos contenidos para subirlos a redes sociales son autosuficientes?

Probablemente no existan respuestas políticamente correctas para estas preguntas. Al mismo tiempo, resulta difícil imaginar que alguien pueda impedir la creación de este tipo de contenido. Sí podemos, en cambio, cuestionar a quienes lo han promovido, de una u otra forma, porque su difusión es simplemente ceder a la cultura del morbo como espectáculo. En otras palabras, se está imponiendo la declinación moral de convertir al morbo en una medida de éxito subjetivo.

Pero la realidad es cruda: todos estos personajes son personas que podemos ver día a día vagando por nuestras calles, pero que, a diferencia de sus versiones virales, permanecen invisibilizadas y su situación no tiene nada de graciosa. Asoma, por decirlo de alguna manera, una actitud chocante en que este tipo de visibilidad se haya convertido en la alternativa al hecho de que este tipo de personas sean ignoradas (al respecto, véase el libro Los invisibles. Por qué la pobreza y la exclusión social dejaron de ser prioridad, editado por Catalina Siles).

La alternativa es igual de mala: las despreciamos o nos burlamos de ellas.

Detrás de los videos, las risas, las redes sociales y la monetización de este espectáculo, se esconde algo perverso y que debemos visibilizar: la exclusión y discriminación de estas personas. Pocos, en realidad, se ríen de René Puente porque lo consideren genuinamente gracioso; la mayoría lo hace desde la mofa. A estos sujetos se les ha dado reconocimiento únicamente por el criterio de la popularidad que les otorgó el público.

La lógica mercantil de Instagram, en ese sentido, premia la masividad y cualquier contenido que genere reacciones, sin importar el costo humano detrás. René Puente, que en su juventud fue víctima de bullying debido a problemas de salud mental, difícilmente habría logrado grabar canciones o ser reconocido en la calle sin este juego mediático en el que es ridiculizado.

Rafael Barrera, conocido en las redes como el Ninja de Pudahuel, es otro caso. Este alcanzó notoriedad porque las personas en redes sociales se asombran de que un adicto en situación de calle sea capaz de expresarse con claridad y formular discusiones con sentido. Lo más preocupante es que, tal vez, ninguno de estos “protagonistas” sea plenamente consciente de que gran parte de su popularidad proviene de la burla y el desprecio, alimentada por la morbosidad.

En línea con lo anterior, aquí hay un incentivo perverso por donde se le mire: a través de la discriminación, premiamos a personas cuya principal “gracia” es alimentar nuestras bajas pasiones, nuestro culto a lo feo y lo grotesco; al “imbunche”, diría José Donoso.

Esta decadencia se muestra claramente en el negocio que ha construido Diego González, quien, al ver que esto podía generar dinero, se convirtió en una especie de proxeneta de personas disfuncionales, monetizando el espectáculo a través de un reality show (Secreto en el Lago). Mediante una suscripción pagada, se accede a contenido basura que mezcla a estos sujetos marginales con mujeres que han operado sus cuerpos para vender contenido en OnlyFans (para una crítica moral a esta práctica véase Contra la perfección. La ética en la era de la ingeniería genética, de Michael Sandel). Es pasta base con vidrio molido.

Tengo claro que, detrás de las visualizaciones en este tipo de contenido, a veces pueden hallarse intenciones nobles. Un ejemplo es la fórmula tan usada en redes sociales: “Hicimos famosa a la persona correcta”. Sin embargo, soy bastante escéptico con respecto a que el contenido basura en redes sociales tenga algún valor. Como dice la canción de Ska-P que da origen al título de esta columna: la sociedad de consumo nos ha convertido en sus servidores. En este caso, el consumo ocurre a través de las redes sociales.

Poco a poco vamos perdiendo una batalla: estamos reemplazando toda cultura verdadera –entendida, en los términos de Mario Vargas Llosa, como una “realidad autónoma, hecha de ideas, valores estéticos y éticos, y obras de arte y literarias”, según dijo en La civilización del espectáculo– por estupidez y bajeza que, aunque no lo queramos ver, están atrofiando progresivamente nuestras facultades morales y sensibles. Tal vez ya sea tarde para cambiar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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