
Corsi e ricorsi: el teatro circular de la historia chilena
¿Y Chile? ¿Dónde se inscribe nuestro país en este teatro de repeticiones y ascensos? Podríamos decir, sin mucha exageración, que la pieza que se estrenó en 1970 —con su efervescencia, su redención soñada y su posterior naufragio— volvió a levantar telón en octubre de 2019.
En la vastedad siempre cambiante del devenir humano, hay conceptos que, como viejos conocidos, nos tienden una mano para atravesar la niebla del presente. Uno de ellos –tan musical en su idioma original, tan punzante en su significado– es la fórmula italiana corsi e ricorsi. Proviene del ingenio especulativo de Giambattista Vico, filósofo napolitano del siglo XVIII, quien tuvo la osadía de contrariar la fe moderna en el progreso lineal y la ascensión perpetua de la humanidad.
Para Vico, la historia no se desliza como una flecha disparada hacia un blanco de perfección futura; es más bien una danza circular, un ir y venir perpetuo, un vaivén caprichoso de luces y sombras.
Corsi, nos dice Vico, es el curso de las cosas: el despliegue temporal de los acontecimientos, su aparente avance. Ricorsi, en cambio, es el regreso –el retorno del pasado bajo un disfraz nuevo, la reaparición de viejas pasiones, errores o glorias, envueltos en ropajes diferentes pero con el mismo aroma rancio o luminoso de lo que ya fue–.
No hay aquí, cabe aclarar, una repetición exacta, una rueda inmutable que gira sin esperanza, como la del eterno retorno de Nietzsche. No. Vico imagina la historia como una espiral: los pueblos regresan, sí, pero nunca al mismo lugar. Vuelven a escenarios conocidos, aunque desde un nivel superior –o inferior, quién sabe–, portando una conciencia distinta, una sensibilidad que antes les era ajena. La tragedia y la farsa, que según Marx se alternan en la comedia de los pueblos, no son más que variaciones sobre un mismo acorde viqueano: el curso y el recurso.
Esta visión, que nos previene contra la arrogancia de quienes creen que la historia es una carretera asfaltada rumbo al futuro, fue piedra angular para pensadores de fuste como Montesquieu, Comte y Marx. Todos, a su modo, bebieron de la copa amarga del ricorso, cuando sus esperanzas de renovación social se vieron devoradas por el retorno de lo viejo, por la rebelión del pasado que no se deja enterrar.
¿Y Chile? ¿Dónde se inscribe nuestro país en este teatro de repeticiones y ascensos?
Podríamos decir, sin mucha exageración, que la pieza que se estrenó en 1970 –con su efervescencia, su redención soñada y su posterior naufragio– volvió a levantar telón en octubre de 2019. El estallido social trajo la promesa de un nuevo comienzo, una ruptura con el libreto anterior. Pero ahora, varios actos después, la sensación es ambigua.
Sí, el escenario ha cambiado, los decorados son otros, las luces más brillantes o más tenues, dependiendo del ojo que las mire. Pero en los diálogos y en las actitudes de los actores –esos actores llamados políticos, opinólogos, tecnócratas de ocasión y caudillos improvisados– hay ecos antiguos, líneas que ya hemos oído declamar, con distinta entonación, en teatros anteriores.
Escuchamos discursos que juraríamos haber olvidado, vemos gestos y alianzas que nos parecen calcados de otros tiempos. Se reensambla el repertorio del populismo, de izquierda y de derecha, con el mismo fervor escénico, la misma facilidad para el aplauso fácil y la polarización. Como si la historia chilena fuera una compañía teatral que no consigue renovar su dramaturgia y cuyos tramoyistas –los verdaderos artesanos del poder– se limitan a reciclar viejas escenografías con papel lustre.
La espiral viqueana sigue girando. Y si bien no estamos donde empezamos, tampoco podemos decir que hayamos llegado a un puerto nuevo. Tal vez nos hallemos, como Sísifo moderno, empujando nuestra historia montaña arriba solo para verla caer, una y otra vez, envuelta en la estética del cambio pero sin tocar su médula.
¿Aprendemos algo? Tal vez. Pero lo olvidamos con igual rapidez.
Quizás lo más honesto –y también lo más desolador– sea reconocer que seguimos atrapados en el loop de nuestras propias limitaciones, amando con la misma intensidad a los salvadores de turno que luego aprenderemos a detestar.
Y mientras tanto, corsi e ricorsi. Porque la historia no avanza: tropieza.
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