Publicidad
El doble estándar corporativo: cuando los valores son solo palabras Opinión

El doble estándar corporativo: cuando los valores son solo palabras

Publicidad
Gonzalo Adriasola
Por : Gonzalo Adriasola docente de Unegocios FEN U. de Chile
Ver Más

La incoherencia ya no es gratis. Se paga en reputación, en rotación, en desafección. En cinismo colectivo. Y queda poco tiempo para que este tipo de gestión –la que ignora el alma y glorifica el margen– pueda seguir sobreviviendo sin consecuencias.


Hace unos años, un gerente de Administración y Finanzas me resumió la lógica de su trabajo con una franqueza brutal: “Esto se trata de vender caro, comprar barato, cobrar rápido y pagar lento. Todo lo demás es poesía”. Y con “todo lo demás” se refería, por ejemplo, a los valores corporativos puestos en la entrada de su oficina: integridad, respeto, colaboración, compromiso. Una gráfica que probablemente costó más que lo que se paga mensualmente al proveedor que la limpia a diario.

Esta no es una historia sobre una empresa en particular. Es sobre un patrón. Una contradicción sistémica que muchas organizaciones arrastran, quizás sin siquiera notarlo. O peor aún: notándolo, pero eligiendo seguir con la función.

Porque mientras el relato corporativo nos habla de propósito, impacto, bienestar y sostenibilidad, las decisiones reales –las que de verdad importan– se siguen tomando con una calculadora en la mano y el Ebitda en la frente.

Eso no tiene nada de malo, por cierto. Las empresas deben ser rentables. Pero cuando la rentabilidad se convierte en el único principio rector, todo lo demás pasa a ser decorado. Y se nota.

El malestar de los que aún creen

Este doble estándar no solo afecta la credibilidad externa. Desgasta por dentro. Porque los trabajadores que aún creen –que aún tienen esperanza en construir algo con sentido– terminan chocando una y otra vez contra la incoherencia estructural: se les pide compromiso, pero no se confía en ellos; se les promete desarrollo, pero se les mide
solo por resultados; se les invita a innovar, pero se les exige obediencia. Es como pedirle a un pez que vuele, y después culparlo por no tener alas.

Un estudio de Deloitte (2023) sobre “Propósito Corporativo” revela que solo el 19% de los empleados cree que el propósito declarado de su empresa guía de verdad las decisiones del día a día. El resto asume que es solo parte del marketing institucional. Y no les falta razón. Muchas veces, el famoso “propósito” se construye como si fuera
un eslogan de campaña: diseñado por una agencia, validado por el directorio y aprobado por el área legal. Pero vacío de alma, de piel, de calle.

Proveedores: los socios invisibles

Y si hablamos de incoherencias, no podemos dejar fuera el trato a los proveedores , sobre todo pensando en los más pequeños. Esos que aparecen en memorias bajo el título de “partners estratégicos”, pero en la práctica son tratados como recursos descartables. Se les promete colaboración, se les exige inmediatez, y luego se les paga –con suerte– 90 días después.

El nivel de indiferencia y desconsideración con el que muchas grandes corporaciones tratan a quienes más necesitan de ellas para subsistir es tan normalizado que ya ni sorprende. Se les piden ideas frescas, propuestas creativas, estrategias brillantes… para luego implementarlas sin aviso o, peor, sin reconocer su autoría.

No son todas, pero no son pocas

Por supuesto, hay empresas que lo hacen distinto. Que se atreven a ser coherentes, incluso cuando eso implica tomar decisiones incómodas. Que entienden que la cultura no se “declara”, se encarna. Que las personas no son recursos, ni capital humano, ni “activos estratégicos”, sino seres humanos con historia, talento y criterio. Pero –seamos honestos– esas organizaciones siguen siendo minoría.

No son todas, pero no son pocas las empresas que caen en este juego de teatro institucional, donde todo se ve bien en la presentación de Canva, pero todo huele raro en los pasillos.

Y lo más fascinante (o preocupante) es que muchos dentro de estas estructuras también lo saben. Lo comentan en los cafés, lo susurran en los pasillos, lo ironizan en privado. Pero el sistema funciona tan bien –para algunos pocos– que mejor no hacer olas.

La incoherencia ya no es gratis

Quizás durante años esta esquizofrenia corporativa fue sostenible. Pero cada vez lo es menos. Las nuevas generaciones no compran fácilmente los discursos bonitos. Los consumidores castigan. Los colaboradores se van. Y los directorios –esos mismos tan obsesionados con los indicadores financieros– comienzan a notar que la cultura no es una palabra blanda, sino un diferencial estratégico.

La incoherencia ya no es gratis. Se paga en reputación, en rotación, en desafección. En cinismo colectivo. Y queda poco tiempo para que este tipo de gestión –la que ignora el alma y glorifica el margen– pueda seguir sobreviviendo sin consecuencias. Porque, tarde o temprano, los valores se cobran. No por ser frases bonitas en una pared, sino porque reflejan el contrato invisible entre una empresa y quienes la sostienen: sus personas, sus comunidades, sus
proveedores, su entorno.

Y si ese contrato se rompe, ni el mejor Ebitda podrá salvarnos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

Inscríbete en nuestro Newsletter El Mostrador Opinión, No te pierdas las columnas de opinión más destacadas de la semana en tu correo. Todos los domingos a las 10am.

Publicidad