
Tres mitos y una advertencia
Donde la ultraderecha ha mostrado su peor cara fascista es al orquestar una campaña de desprestigio a lo Goebbels, acusando ineptitud mental de Evelyn Matthei, campaña impulsada desde el seno mismo del Partido Republicano.
En tiempos de elecciones, el ruido suele ocultar lo esencial. No son las encuestas ni los eslóganes los que definen una coyuntura histórica, sino los dilemas éticos y políticos que enfrenta una sociedad cuando se ve empujada a elegir un rumbo. Y si algo caracteriza a la próxima elección presidencial en Chile es precisamente eso: la profundidad de los dilemas que arrastra.
Para comprender lo que verdaderamente está en juego, conviene desvanecer al menos tres mitos que se han instalado con comodidad en el debate público.
Primer mito: que hay dos derechas
Se nos quiere hacer creer que existen dos derechas: una “razonable”, “moderna” y “centrista”, encarnada por Evelyn Matthei; y otra “ideológica”, “retrógrada” y “radical”, representada por José Antonio Kast. Pero esa diferencia es más de formas que de fondo. Comparten una matriz ideológica: concentrar al Estado en la seguridad y dejar todo lo demás al mercado.
Si algunos en la derecha fueron capaces de justificar las muertes, torturas, desapariciones y el exilio tras el golpe de Estado, con mucha mayor facilidad pueden hoy proponer –aunque no lo digan en voz alta– que el pueblo debe, una vez más, esperar. Esperar a que “chorree” lo invisible, a que se duplique el ingreso per cápita para recién entonces comenzar a distribuir. Y para eso, nos advierten sin decirlo, faltan décadas.
Segundo mito: que el “centro político” es lo mismo que los “partidos de centro”
En una sociedad polarizada, los votantes de centro no necesariamente se sienten representados por las viejas estructuras que se autodenominan así. El centro político real es una sensibilidad ética, no una etiqueta partidaria. Una preocupación por la moderación, la justicia, el orden democrático y la equidad.
Pero cuando ese centro se ve obligado a elegir entre un proyecto de restauración autoritaria y otro que, con todas sus limitaciones, apuesta por ampliar derechos, fortalecer lo público y enfrentar las desigualdades, el dilema no es entre extremos, sino entre avanzar o retroceder. La verdadera pregunta no es qué hará el centro, sino si los candidatos sabrán hablarle sin despreciarlo ni sobreactuar equidistancias.
Tercer mito: que se puede crecer con equidad sin cambiar el modelo
Durante décadas se repitió como mantra que crecimiento y equidad eran plenamente compatibles, siempre que existiera una “alianza virtuosa” con los inversionistas. Hoy sabemos que esa promesa es frágil. Un país puede crecer y al mismo tiempo reproducir abusos, frustraciones y desigualdades, como lo ha hecho Chile.
No se trata de negar el crecimiento, sino de preguntarse: ¿al servicio de quién está ese crecimiento? El nuevo pacto social, que exige crecer, no puede basarse en el garrote y la zanahoria. Requiere democratizar también el poder económico, incluir a trabajadores, comunidades y territorios en las decisiones. Y eso incomoda a quienes entienden la democracia solo mientras les conviene, como si fuera una herramienta que se puede suspender cuando amenaza intereses.
Una advertencia necesaria: lo absurdo de dividir a Chile entre pueblo y élite
Sería igualmente equivocado –y dañino– fundar una candidatura presidencial en una dicotomía simplista entre “los de arriba” y “los de abajo”, como si la democracia no consistiera justamente en la construcción de un espacio común. Hay algo profundamente anacrónico y estéril en esa lógica de lucha de clases mal digerida, que convierte toda política en un campo de guerra permanente.
Dicho en lenguaje sesentista –como les gusta a algunos–, se trata de buscar la unidad social y política del pueblo de Chile, no su fractura. Entre el objetivo del Partido Comunista de transformarse en la fuerza hegemónica de la izquierda –aún a costa de perder la elección– y la necesidad de construir una mayoría nacional para avanzar en un proyecto común, hay un abismo.
Hasta ahora, la candidatura de izquierda no ha planteado con claridad ese proyecto común. Se ha dedicado primero a ordenar su casa, resolver las listas parlamentarias, rearmar confianzas internas. Pero aún no se ofrecen señales programáticas claras ni una visión de país que convoque más allá de las propias filas. En su fuero interno, el PC sabe que incluso perdiendo puede consolidarse como la fuerza gravitante de la izquierda, sin contrapeso socialdemócrata.
Del otro lado, la derecha, en el caso de no resultar competitiva Matthei, se cerrará a cualquier intento de construir acuerdos, como ya lo demostró durante el Consejo Constitucional, donde prefirió imponer antes que transar.
Pero donde la ultraderecha ha mostrado su peor cara fascista es al orquestar una campaña de desprestigio a lo Goebbels, acusando ineptitud mental de Evelyn Matthei, campaña impulsada desde el seno mismo del Partido Republicano. Uno se pregunta: si así tratan a sus aliados, ¿qué harán con sus opositores si llegan al poder? ¿Qué clase de democracia se puede construir con quienes están dispuestos a poner en duda incluso la salud mental de una candidata, solo porque no se alinea con su estrategia de poder?
Todos los demócratas deberíamos repudiar estas prácticas inaceptables y emplazar directamente a Kast y Kaiser para que digan la verdad y asuman su responsabilidad.
Ese cuadro no solo es malo para la gobernabilidad: es malo para Chile, porque sin centro político efectivo, sin una izquierda unida detrás de un proyecto de mayoría, y con una ultraderecha que ha demostrado su disposición a imponer sin construir consensos y a caer en las peores acciones, el país puede quedar atrapado entre dos lógicas de exclusión. Y de ahí no se sale ni con encuestas ni con eslóganes. Se sale con política, de la buena. De la que no se construye desde trincheras, sino desde proyectos comunes.
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