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El silencio que enferma: por qué la soledad es una emergencia de salud pública Opinión

El silencio que enferma: por qué la soledad es una emergencia de salud pública

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Alejandra Rossi
Por : Alejandra Rossi Investigadora del Centro de Estudios en Neurociencia Humana y Neuropsicología. Profesora de la Facultad de Psicología UDP.
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Imaginemos un sistema de salud que evalúe nuestras redes de apoyo con la misma rigurosidad que nuestros signos vitales.


Hay dolores que no se ven, pero se sienten en el cuerpo como una carga extra: en el insomnio que no cede, en el cansancio sin causa aparente, en la ansiedad que aprieta el pecho sin aviso. La soledad –esa presencia silenciosa– se ha convertido en un peligro, letal como una infección, empapando nuestras rutinas, desgastando nuestra salud desde adentro, sin hacer ruido

Lo que tradicionalmente se ha considerado un “asunto privado” es ahora una emergencia de salud global. La Organización Mundial de la Salud, en un informe lanzado recientemente, levantó la alerta: la soledad representa una amenaza urgente para la salud mundial, comparable en su impacto con factores de riesgo como el tabaquismo, el alcoholismo o la falta de actividad física.

Este organismo incluso asegura que el aislamiento social tiene efectos comparables al consumo de 15 cigarrillos diarios, aumentando el riesgo de muerte prematura en un 26%. No hablamos de una sensación pasajera, sino de un colapso en nuestro tejido social que está redefiniendo la forma en que vivimos, enfermamos y morimos.

En Chile, los resultados de este año del estudio Termómetro de la Salud Mental muestran, a su vez, que la soledad, cuando se instala, no llega sola: con esta, se elevan los niveles de depresión, ansiedad y estrés crónico, dibujando un mapa de sufrimiento que no podemos seguir ignorando.

Más allá de las estadísticas, enfrentamos una crisis de conexión humana. Habitamos ciudades atestadas, pero emocionalmente desiertas; trabajamos en entornos que priorizan la productividad sobre la interacción significativa; y nos refugiamos en redes sociales que amplifican nuestro aislamiento en lugar de mitigarlo.

La proximidad física ya no es suficiente. Nuestros cuerpos, moldeados por milenios de evolución social, anhelan algo más profundo: pertenencia, reconocimiento, conexión genuina. La salud, tanto mental como física, jamás ha sido un fenómeno aislado, sino el resultado de una intrincada danza de interacciones sociales, narrativas compartidas y ritmos afectivos que nos anclan a la realidad. El bienestar individual es inseparable del bienestar colectivo.

Es imperativo que las políticas de salud pública adopten un enfoque integral, reconociendo que la salud no se limita a síntomas individuales, sino que está profundamente arraigada en nuestras estructuras sociales. Las emociones no existen en el vacío: se materializan en interacciones cotidianas, se modulan a través del contacto humano y se equilibran en los espacios donde vivimos y trabajamos.

La prevención efectiva requiere la construcción de entornos que fomenten conexiones significativas, donde las otras y los otros sean vistos no como una amenaza o con indiferencia, sino como pilar y fuente de nuestro bienestar.

Imaginemos un sistema de salud que evalúe nuestras redes de apoyo con la misma rigurosidad que nuestros signos vitales. Visualicemos escuelas que no solo transmitan conocimientos académicos, sino que enseñen y ejerciten el arte vital de la conexión humana. Concibamos ciudades diseñadas para el encuentro y la comunidad, no solo para el tránsito y el consumo. Y desarrollemos tecnologías que, en lugar de aislarnos, nos acerquen de maneras auténticas y enriquecedoras. Esto no es un lujo utópico, sino una necesidad urgente para la salud global.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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