
La realidad desmiente sin pedir permiso
No hay democracia robusta sin árbitros que no le deban su cargo al Ejecutivo y no hay prosperidad duradera si el que fija la tasa y el que mide la inflación responden al mismo interés electoral.
Discutir sobre Trump se ha transformado en parte de un desacuerdo más profundo. ¿Qué entendemos por “bien común” en una democracia liberal? Su nueva cruzada arancelaria y su acometida contra los contrapesos del Estado dejaron de ser simples decisiones de política. Son un ensayo general sobre si las instituciones técnicas, las que miden y las que corrigen, pueden seguir siendo independientes del gobernante de turno. El punto no es sobre Trump como persona, sino el valor civilizatorio de contar con organismos que digan la verdad incómoda y apliquen remedios impopulares.
Partamos por lo obvio. Los aranceles no son gratis. En pocos meses, la tasa arancelaria efectiva de Estados Unidos saltó a más de 16%, el nivel más alto desde los años 30 del pasado siglo, con nuevas alzas amenazadas encima. Eso es un impuesto masivo a la importación que termina pagando, tarde o temprano, la economía doméstica.
Al comienzo, parte del golpe lo han absorbido las empresas, tres quintos del costo según estimaciones, exprimiendo márgenes y estirando inventarios para no traspasar inmediatamente el alza a los consumidores. Pero esos amortiguadores se agotan. Cuando el colchón corporativo se acaba, los precios suben, la inversión se frena y el crecimiento pierde impulso.
La reacción de los mercados ya dejó huella. Desde que Trump anunciara sus nuevos aranceles en el “Liberation Day”, el dólar se ha debilitado cerca de 10% frente a las principales divisas. Un síntoma de confianza mellada en la plaza segura por excelencia. Un país que encarece sus importaciones, amenaza a su banco central y ataca sus propias estadísticas, es un país que fuerza a los inversores a pedir prima de riesgo. Y al final sabemos que eso siempre se paga en más inflación importada y tasas largas más altas.
Aquí entra el corazón de esta columna. La independencia de los que “miden” y de los que “corrigen”. Los que miden son las agencias estadísticas. Cuando el Gobierno despidió a la jefa de la oficina de estadísticas laborales tras un informe de empleo débil, 73 mil puestos en julio, con revisiones a la baja de 258 mil en mayo y junio, cruzó una línea roja que democracias maduras se cuidan de no rozar, esto es, manipular al mensajero para negar la realidad.
Las revisiones existen siempre, y más aún en puntos de giro del ciclo; son parte del método, no una conspiración. Lo que sí es nuevo, y peligroso, es deslegitimar al órgano técnico para sustituirlo por lealtades políticas. En ausencia de datos creíbles, la Reserva Federal (FED) y los mercados vuelan a ciegas, el crédito se encarece por desconfianza y la ciudadanía pierde el termómetro que permite deliberar con hechos.
Los que corrigen son los bancos centrales. La razón de blindarlos del Ejecutivo es práctica. La FED, equivalente a nuestro Banco Central, puede impulsar, o frenar, la economía “con un telefonazo”. Comprar bonos, inyectar liquidez, endurecer o aflojar condiciones financieras casi sin fricción. Ese poder, por definición, es tentador para cualquier político que busque un boom a corto plazo y posponga los costos. Por eso las democracias, tras los setenta, profesionalizaron la política monetaria.
Hoy esa independencia es más necesaria que nunca. Una oleada arancelaria añade un shock de precios al alza (inflación), al tiempo que la incertidumbre y los frenos a la inmigración restan oferta laboral y dinamismo (menor crecimiento). Es el terreno clásico de la “estanflación” y del error de diagnóstico.
La fotografía de las últimas semanas lo ilustra. El empleo se enfría, con un promedio móvil trimestral desplomado, en parte por política pública que reduce oferta de trabajo y eleva costos. No es solo demanda débil. En ese entorno, una FED intimidada por la Casa Blanca podría cometer justo el error que la independencia evita, esto es, recortar tasas para maquillar el ciclo pese a la presión de precios, o subirlas tarde porque “todo está bien”, según los datos convenientemente maquillados. La experiencia comparada muestra adónde conduce la banca central domesticada.
La defensa de estas dos murallas técnicas es un seguro colectivo. Las economías que más resistieron los shocks de la última década lo hicieron, entre otras razones, porque sus bancos centrales establecieron metas de inflación y reglas claras, y porque sostuvieron cadenas de abastecimiento diversificadas en vez de encerrarse en nacionalismos económicos. Romper esas bases, con proteccionismo a gran escala, con bancos centrales vasallos, con estadísticas sospechosas, nos devuelve a un mundo más frágil y más caro.
Quien crea que exageramos, puede mirar la secuencia. Tarifas generalizadas, dólar más débil, empresas absorbiendo el golpe, crecimiento laboral que se enfría, y el presidente señalando a los estadísticos como enemigos internos. En ese clima, la presión política para “hacer decir” otra cosa a los números es un anticipo de políticas peores basadas en diagnósticos falsos. Cuando la señal (el dato) pierde credibilidad, el ruido gobierna.
No hay democracia robusta sin árbitros que no le deban su cargo al Ejecutivo y no hay prosperidad duradera si el que fija la tasa y el que mide la inflación responden al mismo interés electoral. Las cifras pueden ser desfavorables; los remedios, impopulares. Precisamente por eso son deseables instituciones que no miren encuestas, sino evidencia. Fortalecer presupuestos, gobernanzas y estabilidad de las agencias estadísticas; blindar a los bancos centrales frente a la amenaza de destituciones o instrucciones; mantener reglas arancelarias previsibles y multilaterales, todo ello es una fórmula probada para evitar que el incendio de hoy se convierta en una cultura del incendio permanente.
Los liderazgos pasan. Los incentivos a torcer el termómetro y forzar la palanca siempre vuelven. Si algo debiéramos haber aprendido es que los contrapesos no se defienden solos. O los defendemos con reglas, con presupuesto, con reputación, o acabaremos otra vez discutiendo creencias, mientras la realidad nos desmiente sin pedir permiso.
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