
La transición que Israel necesita
La región ha tenido bastante experiencia con líderes acusados de irregularidades después de haber dejado el cargo, y muchos ejemplos de líderes que han permanecido, o han tratado de aferrarse, en el cargo para evitar las consecuencias legales.
En 2005, el entonces primer ministro de Israel, Ariel Sharon, retiró el ejército israelí de Gaza y desmanteló todos los asentamientos israelíes en el territorio. Fue una jugada audaz, impulsada por la presión de Washington, el desgaste de la Segunda Intifada y el pesimismo frente a una paz negociada. Como resultado, Sharon buscó concentrar la seguridad del país dentro del propio territorio israelí, dejando a la Autoridad Palestina, y más tarde a Hamas, a cargo de los asuntos internos de Gaza.
Casi de inmediato, Hamas comenzó a disparar cohetes, al principio de tipo más rudimentarios, como los Kassam, pero luego proyectiles más sofisticadas que alcanzaron hasta Jerusalén y Tel Aviv. En la guerra de 2014 los cohetes llegaron a Haifa. El 7 de octubre fue la gota que colmó el vaso. En este sentido, la actual respuesta militar de Israel no es una reacción al 7 de octubre, sino a veinte años de provocación continua.
La respuesta militar, sin embargo, está lejos de cumplir sus propios objetivos: recuperar a los rehenes y destruir a Hamas. Pese a ello, o tal vez por ello, Benjamin Netanyahu ha anunciado planes de regresar a Gaza. Si bien no está del todo claro qué tipo de presencia implicaría una nueva ofensiva, no hay duda de que Netanyahu se encuentra obligado a tomar en cuenta las opiniones una extrema derecha minoritaria de la que depende la continuidad de su gobierno. Acusado de fraude y abuso de confianza, la posible libertad de Netanyahu depende de su permanencia en el cargo. Aunque el público israelí sigue insistiendo en la liberación de los 50 rehenes restantes, sospecha de los motivos del primer ministro y se opone a una nueva ofensiva militar en Gaza. También lo hace el alto mando militar. No es difícil ver por qué.
Como señaló Fareed Zakaria hace algunos meses, la respuesta de Israel al 7 de octubre era plenamente justificada, pero también se ha vuelto imprudente. El costo en vidas palestinas e israelíes, la carga económica para Israel, las ramificaciones políticas internacionales y el incierto resultado militar, apuntan hacia la necesidad de un nuevo enfoque. Sin embargo, la dependencia de Netanyahu de unos pocos ministros mesiánicos e intransigentes impide cualquier corrección. Dada esta complejidad, ¿cómo puede Israel cambiar de rumbo?
Curiosamente, América Latina podría ofrecer un camino a seguir. La región ha tenido bastante experiencia con líderes acusados de irregularidades después de haber dejado el cargo, y muchos ejemplos de líderes que han permanecido, o han tratado de aferrarse, en el cargo para evitar las consecuencias legales. Pero también hay ejemplos, como Sudáfrica, España y, por supuesto, Chile, en los que los líderes autocráticos salientes aceptaron dejar el cargo porque pudieron negociar términos favorables que ofrecían un compromiso creíble para proteger sus intereses, incluida su libertad.
Con el paso de los años este camino comenzó a ser más criticado, ya sea porque estos “pactos de olvido” velaban contra la justicia, o porque serían inaplicables una vez que las nuevas élites asumieran el cargo. Cualesquiera que sean los pros y los contras, la realidad es que tales acuerdos facilitaron el cambio político a favor de más democracia, no menos.
Israel se encuentra inmerso en una crisis política y militar que es exacerbada por una coalición gobernante con tendencias autocráticas. La situación actual se debe a los ataques del 7 de octubre, y Hamas podría –y debería– entregar los rehenes mañana. Pero con o sin la guerra, Israel sufría profundas divisiones internas sobre la reforma judicial de Netanyahu mucho antes de que Hamas invadiera.
Israel es una democracia y no requiere una transición democrática. Pero sí podría beneficiarse de la lógica de una: Un gran acuerdo nacional que ofreciera amnistía a Netanyahu a cambio de dejar el cargo. El país seguirá enfrentando graves divisiones internas y amenazas externas. Hamas e Irán seguirán comprometidos con la destrucción del Estado judío.
Pero al menos las decisiones tomadas sobre tácticas militares, coaliciones políticas o cambios constitucionales, dejarán de estar manchadas por la sospecha de motivación personal. Ganarían legitimidad, y el país podrá dedicarse con más éxito a la lucha contra enemigos externos, en vez de las batallas internas que solo lo debilitan.
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