
Socialdemocracia: cambio sin ruptura
La actual coyuntura de crisis en la sensación de seguridad y demandas económicas sociales abre oportunidades a una socialdemocracia chilena, por sobre todo en el nuevo ciclo, que requiere una mirada renovada, de cara al avance de tendencias populistas y ultras.
Resulta curioso que, mientras en el mundo el concepto de socialdemocracia suscita nostalgia por otra época, mezclada con una percepción de crisis actual, su identificación en Chile se haya puesto de moda. Ludolfo Paramio resume lo primero a través de la comparación de Historia de dos ciudades de Dickens, es decir, una idea que habita en los mejores y peores tiempos simultáneamente.
Mientras tanto, en el Chile de año electoral varios se visten con cierto atavío socialdemócrata. Desde sectores conservadores que buscan una marca política más amable, pasando por antiguos detractores del Estado de Bienestar que hablan de justicia social sin ruborizarse, así como ciertos actores que requieren dar señales de amplitud y moderación.
Pero no siempre fue así. Allí donde nació la socialdemocracia, esta podía coexistir con los representantes del viejo orden, aunque sin identificarse con los mismos, ya que postulaba el cambio y no la conservación, al tiempo que les puso en una vereda distinta de quienes se consideraban como revolucionarios. Más tarde, la expresión global de la socialdemocracia fue la Internacional Socialista, con presencia en América Latina desde mediados del siglo XX. Pero mientras en la Europa de la Segunda Posguerra la socialdemocracia era protagonista del pacto por el Estado de Bienestar –junto con la Democracia Cristiana, desde la centroderecha–, en la desigual América Latina no tuvo la misma incidencia.
La mayoría de los partidos de izquierda se inclinaron o por la coexistencia pacífica moscovita –estrategia de la era Jrushchov, que propugnaba transitar por la vía parlamentaria antes de desatar gradualmente la insurrección, que no se puede confundir con la socialdemocracia– o por la vía de la réplica foquista de la Revolución cubana.
Era dominante el internacionalismo pro moscovita y otras versiones menos satelitales, aunque todas declaradas fervientes antiimperialistas, concepto que en esta parte del mundo significaba básicamente oponerse a la injerencia e intervención de Estados Unidos. Sencillamente, dichos supuestos no calzaban con las definiciones noratlantistas y de rechazo al comunismo de la socialdemocracia europea de ese tiempo, que conocía la otra cara del imperialismo.
Así, el lema de la Organización Latinoamericana de Solidaridad, inaugurada en 1967, rezaba que “El deber de todo revolucionario es hacer la revolución”, asumiendo la insurgencia general, con las únicas excepciones de Chile y Uruguay, países a los que se reconocía un contexto nacional electoralista institucional, lo que no fue óbice para que ciertos partidos de izquierda de dichos países adoptaran todas las formas de lucha.
La llegada al poder de la Unidad Popular suscitó interés en la Internacional Socialista, dado su origen democrático electoral. Con esta, varios observadores destacaron la sintonía de la experiencia socialdemócrata histórica con el Gobierno de 1970, como el sociólogo boliviano René Zavaleta Mercado, testigo directo de la Unidad Popular, quien en el posfacio de su Poder dual, escrito en el Chile de esa época, afirma: “Por su desarrollo democrático burgués, la Alemania de 1895 se parece al Chile de hoy”, agregando que “con todo, no se puede dejar de tener en cuenta que el ascenso electoral de la socialdemocracia alemana no condujo a la construcción del socialismo”.
El Presidente Allende no consideraba a su proyecto como reformista –una dimensión que representó la Falange criolla en Chile–, enfatizando que no renunciaría a la revolución, aunque desde las condicionales domésticas, es decir, con la tradición electoral de partidos y sindicatos robustos.
En la entrevista con Regis Debray de 1971, en la cual el francés le hacía presente que su imagen estaba siendo utilizada para contraponerla a las de Castro y el Che Guevara, Allende destacó el alejamiento de su partido de otros referentes populares de la región, mencionando al peruano APRA y la venezolana Acción Democrática de Rómulo Betancourt, alegando que no había ni hecho los cambios necesarios, ni transformado al sistema al conciliar “con el imperialismo”.
Incluso, reconociendo el avance inclusivo del Frente Popular en Chile, del cual fue ministro, aseguraba que había sido una etapa sin variación en la dependencia económica extranjera, y que en su presente se requería un cambio estructural, es decir, revolucionario. Aun así, existió una ocasión en que, luego de ser tipificado por Miguel Enríquez como “socialdemócrata”, respondió que lo era a mucha honra.
Se podría especular que tal vez su prototipo no era específicamente la gradualista y reformista socialdemocracia alemana de Segunda Posguerra, sino que estaba más cerca de la experiencia socialdemócrata sueca de entreguerras, que cambió el pacto nacional mediante una refundación institucional por vías constitucionales en Saltsjöbaden (1938): un acuerdo entre sindicatos y empleadores que cimentó la negociación colectiva y la estabilidad laboral, sobre la cual se desplegó posteriormente seguridad social, educación pública y atención médica universal.
Tras el golpe del 73 en Chile, así como con otras dictaduras militares, la socialdemocracia internacional planteó el desacuerdo con el papel de Estados Unidos apoyando dichas experiencias. Sin acoger la acotada y regional definición de imperialismo como lucha contra Estados Unidos, ni menos promocionar la vía cubana, optó por representar una alternativa a las izquierdas revolucionarias, ya fueran la tradicional de la coexistencia pacífica o las más radicales, partidarias del foco. Aún así, para Luciana Fazio (2023), la Internacional Socialista comenzó a ensayar una posición autónoma en el orden bipolar.
Cuando este se acabó, fueron las propuestos del neoconservadurismo neoliberal las que campearon en el impulso hacia un mercado global y privatizaciones con hiperreducción del Estado, generando consensos a los cuales la socialdemocracia –y su contraparte, la Democracia Cristiana– se sumó, lugar donde las discrepancias eran técnicas y no políticas.
La idea de Tercera Vía de Giddens, asumida primero por el nuevo laborismo de Blair, en interdicción con la socialdemocracia de posguerra, vigorizó la tradición de izquierda de diversidad e individuación, aunque adaptándose al predominio de las nuevas formas capitalistas de libre elección, sin arriesgar el beneficio de los proveedores privados ni incrementar el gasto público, apenas prometiendo calidad y fiscalización. Fue lo que Nancy Fraser llamó “neoliberalismo progresista” y Chantal Mouffe entendió como despolitización del debate público.
Cuando entre los sectores más precarizados las promesas de la globalización no se cumplieron, las respuestas fueron la emergencia de un populismo de izquierdas, con Hugo Chávez como pionero, y el concepto siempre en construcción de socialismo del siglo XXI, desmarcándose tanto del elitismo revolucionario (vanguardia proletaria) como de la vía institucionalista socialdemócrata. La apuesta era a “la multitud” de Hardt y Negri. La ola duró década y media, ya que en la actualidad el sistema multilateral es desafiado por la reificación de tendencias paleoconservadoras e iliberales de la derecha radical.
La actual coyuntura de crisis en la sensación de seguridad y demandas económicas sociales abre oportunidades a una socialdemocracia chilena, por sobre todo en el nuevo ciclo que requiere una mirada renovada, de cara al avance de tendencias populistas y ultras.
Son tiempos históricos en donde es posible construir un gran referente que una a quienes persiguen estos postulados. El concepto tiene dos supuestos elementales: uno es una tendencia a la transformación, por considerar que el sistema vigente no satisface las necesidades sociales de la mayoría de la población. El segundo es que dicho cambio se hace desde la vía institucional, es decir, descartando presiones efervescentes –en ocasiones violentas– que suponen revueltas o revoluciones. Un cambio tranquilo, un cambio sin ruptura.
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