
Entre honrar la Constitución y el cálculo político: el sinsentido del voto obligatorio sin sanción
Más allá de los tecnicismos, lo que se proyecta es una contradicción de fondo. La Constitución establece de manera clara que “el sufragio será obligatorio”.
El despacho del proyecto de ley sobre voto obligatorio desde la Cámara de Diputados al Senado generó sorpresa y molestia en el mundo político. La eliminación de la sanción para quienes no concurran a votar resulta, cuando menos, inquietante. En efecto, el texto aprobado por la Cámara corre el riesgo de convertirse en un gesto vacío, un acto simbólico sin consecuencias que desdibuja lo que significa, en la práctica, un derecho – deber constitucional.
La iniciativa, impulsada por la diputada Joanna Pérez, originalmente contemplaba multas de entre 0,5 y 3 UTM ($34.000 a $207.000). Pero la votación en la Cámara se resolvió sin el respaldo suficiente para mantener esa sanción, pese a que tanto la autora como el presidente de la Cámara, diputado José Miguel Castro, aseguraban que había un compromiso del Ejecutivo para alinear los votos del oficialismo. Mientras buena parte de la derecha apoyó la idea de sancionar el incumplimiento, la negativa vino sobre todo del oficialismo, con el Partido Comunista y el Frente Amplio a la cabeza.
Más allá de los tecnicismos, lo que se proyecta es una contradicción de fondo. La Constitución establece de manera clara que “el sufragio será obligatorio”. Entonces, ¿qué sentido tiene consagrar un deber sin ningún mecanismo que lo respalde? Es, en el mejor de los casos, un contrasentido jurídico y político; en el peor, una señal política de desinterés en cumplir el mandato constitucional.
Cuesta creer que quienes rechazaron la idea de sanciones lo hayan hecho convencidos de que el voto voluntario es superior. Lo que se intuye es otra cosa: un cálculo político tras la derrota sufrida en el plebiscito del 4 de septiembre de 2022 y en otras contiendas recientes. En ese contexto, un sufragio “voluntario de facto” parece más cómodo, porque permite movilizar solo a los adherentes más fieles y evitar la participación masiva que podría favorecer a la oposición. Es una jugada táctica, sí, pero también una muestra de miopía institucional: se sacrifica el fortalecimiento de la democracia por la conveniencia del momento. También es posible que el sistema político decida volver al voto voluntario; esa es una discusión válida que se tiene que dar en el Parlamento. Lo que no es aceptable es la forma torcida de pasar por encima de la Constitución.
Ahora el proyecto pasa al Senado, y la ministra Macarena Lobos ya anunció que el Gobierno intentará reponer las sanciones. Eso, sin embargo, no borra la imagen de fragilidad y descoordinación que dejó la Cámara Baja. Lo que está en discusión no es un detalle menor: es la credibilidad de un sistema político que dice querer incentivar la participación, pero que parece incapaz de ponerse de acuerdo para dar consistencia a una obligación básica.
Si de verdad aspiramos a una democracia sólida, no basta con proclamar el deber de votar. Ese deber debe traducirse en un compromiso real, compartido y con consecuencias claras. De lo contrario, quedará reducido a un adorno constitucional, incapaz de devolverle a la ciudadanía la confianza en que su participación importa y en que las reglas del juego se cumplen.
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