
Alejandro Goic: pastor de la esperanza y la verdad
Su figura nos interpela. No desde el poder ni desde la condena, sino desde la ternura de un pastor que caminó junto a su pueblo, en los barrios, en las cárceles, en las calles polvorientas del sur y en los pasillos más oscuros del alma institucional.
Podría decir que conozco al padre Alejandro desde siempre. Pero en realidad, fue en mi primera infancia cuando lo vi por primera vez. Yo tendría unos doce años y acompañé a mi padre a una particular ceremonia religiosa. Una ordenación sacerdotal. Quien presidía la ceremonia era monseñor Vladimiro Boric. Dada la estrecha amistad de mi padre con la familia Boric, yo ya había tenido la suerte de conocer a este gran magallánico que fue el obispo Boric, alguien que poseía una inteligencia y profundidad cultural que a mi corta edad superaba con creces lo que yo podía entonces comprender.
Tuve el privilegio de estar entonces cerca de este joven que iniciaba su ministerio sacerdotal y lo hacía desde su tierra natal a la que siempre supo servir, Magallanes, y ordenado por quien fuera su mentor y su guía. Y desde el primer momento se podía reconocer que el recién ordenado sacerdote ya irradiaba esa mezcla de serenidad y firmeza que lo acompañaría toda la vida.
Nuestra amistad comenzó en los primeros años de su sacerdocio. Él tenía más del doble de mi edad cuando me propuso acompañarlo como proyeccionista de películas en la Penitenciaría de Punta Arenas, donde ejercía como capellán. Con una vieja Bell & Howell de 16 mm prestada por mi padre, llevábamos cine a los reclusos. Ese gesto sencillo, llevar cultura y consuelo donde más escaseaban, sintetiza lo que sería su vida entera.
“Cristo es mi vida”, fue su lema pastoral, y lo encarnó con coherencia desde el primer día. En trece años fue párroco, vicario general y vicario capitular en Magallanes, asumiendo todas las responsabilidades de un obispo sin serlo formalmente. Con solo 33 años y siete de sacerdocio, enfrentó el golpe de Estado como máxima autoridad eclesiástica de la región, tras la muerte de monseñor Boric, a fines de agosto de 1973. No se escondió. Dio testimonio.
A partir de 1979, ya como obispo auxiliar en Concepción, nombrado y consagrado por el propio Juan Pablo II, su vida episcopal lo llevaría por cinco diócesis, desde Talca a Osorno y, finalmente, Rancagua. Ahí conoció lo más duro de la crisis por abusos en la Iglesia y, como presidente de la Comisión Nacional de Prevención y Acompañamiento a Víctimas, no eludió el dolor. “Es el dolor más grande que he experimentado en mi vida de creyente”, confiesa en su biografía.
Monseñor Alejandro Goic fue testigo incómodo para los poderosos. En plena dictadura, su compromiso con los derechos humanos le costó amenazas e insultos pintados en las calles de Concepción. Fue también impulsor del “sueldo ético”, defensor de inmigrantes, presos y trabajadores, y hombre de consulta en los momentos más difíciles. Siempre con humildad. Siempre desde el Evangelio.
En estas fechas de Fiestas Patrias, resulta inevitable recordar su última homilía de septiembre, pronunciada hace nueve años en Rancagua. No buscó polémicas. No elaboró diagnósticos ni reiteró quejas. En cambio, nos habló del Evangelio, de los discípulos ciegos por el hambre y el olvido, incapaces de ver al Cristo que los acompañaba en la barca.
Desde esa imagen sencilla, Goic construyó una poderosa exhortación a Chile: a dejar de lado las recriminaciones, a mirar la memoria histórica, a recomponer las confianzas perdidas. “Sin memoria, sin aprender del pasado, no saldremos del pantano”, dijo con palabras tan suaves como firmes.
Y propuso cuatro caminos simples y exigentes: hablar siempre con la verdad; sanar las heridas con humildad; defender el diálogo por sobre el triunfo sobre el otro; y construir leyes justas, sí, pero acompañadas de “estatura moral”, lo que los creyentes llamamos conversión.
El padre Alejandro no negó las crisis. Las mencionó con respeto y brevedad. Pero eligió centrarse en lo que construye. La confianza, la esperanza, el futuro. En tiempos de polarización, su palabra es medicina.
La vida de Alejandro Goic no fue fácil. Afrontó tempestades, contradicciones y dolores. Pero nunca se desvió de la ruta marcada por su vocación: “Para servir he vivido y para amar fui llamado”. Esa es su respuesta definitiva a la pregunta que lo acompañó desde joven: “Señor, ¿por qué me pides esto?”.
Hoy, cuando Chile busca reconstruirse en medio de tantas fracturas, su figura nos interpela. No desde el poder ni desde la condena, sino desde la ternura de un pastor que caminó junto a su pueblo, en los barrios, en las cárceles, en las calles polvorientas del sur y en los pasillos más oscuros del alma institucional.
Recordarlo no es solo un gesto de gratitud, sino un acto de justicia, porque hombres como él no abundan. Y porque, como escribió el cardenal Silva Henríquez, cita con la que Goic cerró su última homilía, “Chile se merece lo mejor. A quienes tienen vocación o responsabilidad de servicio público les pido que sirvan a Chile en sus hombres y mujeres, con especial dedicación”.
Esa fue su vida. Una vida pública, eclesial, valiente y lúcida. Una vida, como él mismo dijo, donde todo es gracia.
Columna originalmente publicada en La Prensa Austral de Punta Arenas.
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