
La ficción del éxito: Chile y la filosofía del 20%
Cuando la política se reduce a la gestión del privilegio y la contención de la rabia, se niega la posibilidad de trascendencia y de reflexión crítica.
Es imperativo destacar que toda causa nace y germina por ausencia de lo justo. La historia reciente de Chile y la sociedad individualista que se ha construido han evidenciado esta máxima. Chile se presenta en rankings como una “ficción del éxito” que ignora una realidad brutal: solo el 20% de su población vive cómodamente. Para el 80% restante, la existencia se reduce a la mera supervivencia, una vida sin dignidad.
El estallido social de octubre de 2019 no fue un accidente, sino la manifestación irrefutable del colapso del sistema socioeconómico imperante, un grito que develó que la causa de este conflicto es la ausencia de lo justo. La ignominia del poder se fundamenta en la miseria humana y el egoísmo que nutre este modelo.
El filósofo Hegel afirmó que “lo que es racional es real; lo que es real es racional”. Si tomamos esta máxima, la “realidad” chilena debería ser, ante todo, la de ese 80% que lucha. Sin embargo, la élite del 20% vive en una realidad paralela y cómoda que se niega a reconocer la precariedad como la verdadera condición de la nación.
Al privilegiar una existencia sin dignidad sobre la vida plena, demuestran que, para ellos, la realidad del país se limita a su propio privilegio. Quienes viven cómodamente no son parte de la realidad del país en su contexto general: que no viven, sino que solo existen tratando de sobrevivir.
Ante este colapso, la respuesta de la derecha chilena se articula en torno a la ideología de “Orden y Seguridad”. Esta visión de mundo, que históricamente ha sido la base para exigir el golpe de Estado, por ejemplo, y cuyos partidos participaron activamente en la dictadura, opera como un mecanismo de contención para mantener el sistema de privilegios y desigualdad. Lejos de la autocrítica, esta élite –que siempre ha defendido el sistema incondicionalmente– no solo se arroga el rol de “tutora” para “amasar y moldear” los estados de ánimo del pueblo, sino que intenta reescribir la historia: culpa a los partidos progresistas del estallido social, tildándolos de “octubristas”.
Esta narrativa de victimización esconde que son ellos los verdaderos culpables por la defensa irrestricta del sistema que generó el descontento. Es lamentable observar cómo algunos sectores progresistas han caído en este juego, llegando a reconocer públicamente su responsabilidad en aquel golpe de Estado, un acto de concesión tan inadmisible como el perdón de Jesús. Este discurso es la nueva cara de una guerra silenciosa, diseñada para proteger la concentración de poder a toda costa.
La gran contradicción de esta élite fue creer que el sistema de mercado, al crear meros “consumidores”, aseguraría la lealtad eterna del pueblo. El mito de que la bonanza económica –que no alcanza a ser vida– compraría la paz social se derrumbó. Actos como los saqueos posterremoto evidenciaron no solo la precariedad económica, sino la quiebra del precario vínculo entre normas, reglas, cultura y naturaleza humana en Chile. Demostraron que el sistema no creó ciudadanos leales, sino seres cuya existencia sin dignidad quiebra las estructuras sociales fundamentales.
Chile es, por lo tanto, un país sin filosofía. La filosofía, que busca el sentido de la vida, ha sido reemplazada por la obligación de la supervivencia. Cuando la política se reduce a la gestión del privilegio y la contención de la rabia, se niega la posibilidad de trascendencia y de reflexión crítica. Al negar las aspiraciones del 80%, el sistema ha perdido su autoridad moral y ha demostrado que la vida de la mayoría no se consideraba digna de ser defendida. Solo al doblegar este sistema, se podrá recuperar la dignidad y la capacidad de las palabras para volcar una nueva historia.
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