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Octubre de 2019: el grito del alma agotada Opinión Archivo

Octubre de 2019: el grito del alma agotada

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Marcelo Trivelli
Por : Marcelo Trivelli Ex intendente de la Región Metropolitana
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Quizás, siguiendo a Sócrates y a Han, el desafío sea volver a incomodar: preguntarnos no solo quién tiene el poder, sino cómo el poder vive dentro de nosotros. Tal vez octubre no fue el inicio del caos, sino el comienzo de una pregunta: ¿cómo volvemos a vivir juntos?


Al recibir el Premio Princesa de Asturias, el filósofo Byung-Chul Han recordó el espíritu de Sócrates: “La filosofía no debe servir al poder, sino incomodarlo; no debe legitimar el orden existente, sino cuestionarlo”. Esa frase, tan simple como disruptiva, resume el papel que hoy les falta a nuestras sociedades: el coraje de incomodar.

En Chile, ese malestar que incomoda estalló en octubre de 2019. La derecha bautizó aquel momento como “octubrismo”, un concepto usado para reducirlo a caos, irresponsabilidad y violencia. Pero antes de las piedras, de los vidrios rotos y del miedo, hubo algo más profundo: una revuelta del alma de millones de chilenos y chilenas que salieron a las calles sintiendo un malestar que era difícil de explicar.

Byung-Chul Han llama a esta época la sociedad del rendimiento. El pensamiento de Han es directo y disruptivo: vivimos un modelo que prometió libertad y entregó agotamiento; ya no vivimos bajo la represión de un poder que prohíbe, sino bajo el mandato interior de rinde, destaca, supera. El neoliberalismo no nos oprime desde afuera: habita en nosotros, nos habla al oído y nos convence de que el éxito depende solo de nuestra fuerza de voluntad. El resultado es una forma de esclavitud voluntaria. Creemos ser libres, pero vivimos agotados por la autoexigencia de rendir sin pausa.

Ese fue, a mi juicio, el verdadero origen del estallido social de octubre de 2019. No un conflicto entre ricos y pobres, ni entre poderosos y débiles, ni de izquierdas y derechas, sino la expresión colectiva de un cansancio espiritual.

Durante décadas se nos enseñó que la felicidad era fruto del esfuerzo individual, que bastaba con “emprender” y “ponerse de pie”. Pero cuando esa promesa se incumple –porque los sueldos no alcanzan, la salud se convierte en espera, la educación se descuida y las pensiones humillan–, el sujeto del rendimiento se derrumba. El malestar nace de la frustración de una esperanza cultivada por el propio sistema que permanece inalcanzable.

En la lógica del mérito, cada uno carga con su destino: el éxito se privatiza y el fracaso se moraliza. La solidaridad deja de tener sentido porque el otro se convierte en competidor. Así se han ido debilitando los sindicatos, las juntas de vecinos, los centros de apoderados y hasta las amistades. El individualismo neoliberal nos aisló en una soledad ruidosa donde todo vínculo parece una pérdida de tiempo. Incluso las prácticas religiosas, que siempre fueron un espacio de comunidad, han perdido fuerza frente a un modelo que adora al “yo” y no al “nosotros”.

Lo que emergió en octubre de 2019 fue precisamente lo contrario a ese individualismo: el deseo de reencontrarse. Millones de personas salieron a las calles a reconocerse mutuamente, a comprobar que el malestar no era individual, sino compartido. Durante esas semanas, Chile fue una comunidad efímera que recuperó el sentido de lo común: marchar juntos, cantar juntos, cocinar juntos. Fue una pausa en la soledad.

Sin embargo, esa energía fue rápidamente superada por la violencia y reabsorbida por las categorías de siempre: ricos versus pobres, abusadores versus abusados, violentos versus pacíficos, privilegiados versus marginales, chilenos versus migrantes. Nadie quiso mirar el fondo: cómo la cultura neoliberal nos moldea emocionalmente y cómo todos, de algún modo, somos parte de ella. Seguimos pensando que ganamos en libertad mientras nos hacemos funcionales al sistema que nos agota.

Esa ceguera se refleja también en la política actual. En plena antesala presidencial, los discursos y programas siguen anclados en las mismas dicotomías de siempre: Estado o mercado, orden o cambio, ricos o pobres. Ningún candidato parece dispuesto a cuestionar la fuerza cultural del neoliberalismo, esa matriz invisible que reduce la vida a competencia, convierte al otro en amenaza y transforma la conversación pública en monólogo individual.

La comunicación política se adapta a esta lógica: promesas personalizadas, mensajes diseñados por algoritmos, campañas que apelan a la emoción instantánea y no a la reflexión común. Las redes sociales –y ahora también la inteligencia artificial– amplifican esa atomización, sustituyendo la deliberación por el impulso y la comunidad por la interacción solitaria. La política, en vez de ser un espacio de encuentro, se ha convertido en un mercado de identidades digitales que refuerza el mismo individualismo que generó el malestar original.

Byung-Chul Han advierte que el verdadero poder ya no se impone, sino que seduce. Nos hace amar la productividad, la autoexplotación y el rendimiento infinito. Por eso el estallido no fue solo un conflicto social, sino también un síntoma de una enfermedad cultural: la pérdida del alma común.

Releer octubre desde esta perspectiva es reconocer que la crisis no se resuelve con represión ni con reformas técnicas, sino con una transformación cultural. Recuperar la comunidad, la empatía y el sentido de interdependencia es tan urgente como la justicia social. No se trata de destruir el sistema, sino de reconstruir el vínculo humano que este erosionó.

Quizás, siguiendo a Sócrates y a Han, el desafío sea volver a incomodar: preguntarnos no solo quién tiene el poder, sino cómo el poder vive dentro de nosotros. Tal vez octubre no fue el inicio del caos, sino el comienzo de una pregunta: ¿cómo volvemos a vivir juntos?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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