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Cuando la atención preferente toca el botón equivocado: la encrucijada de la Ley 21.768 en Chile Opinión

Cuando la atención preferente toca el botón equivocado: la encrucijada de la Ley 21.768 en Chile

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José Ignacio Cuadra Verdejo
Por : José Ignacio Cuadra Verdejo Director del Departamento de Diversidad e Inclusión en Charlas Motivacionales Latinoamérica - Promotor de la Inclusión Laboral
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¿De qué sirve, además, si el diseño del servicio no considera que la persona llega con necesidades distintas: tal vez sin transporte accesible, sin apoyo o sin haber sido informada adecuadamente?


Chile ha dado un paso legislativo relevante al promulgar la Ley 21.768, que modifica la Ley 20.422 para establecer el derecho a la atención preferente y oportuna de las personas con discapacidad, así como de sus cuidadoras y cuidadores, en instituciones públicas y privadas. Sin embargo, la falta de fiscalización y de voluntad política amenaza con convertir esta norma en un gesto meramente simbólico.

Su entrada en vigencia, este 2 de octubre de 2025, marcó una línea de inflexión. La norma señala que “las personas que cuenten con credencial o certificado de discapacidad vigente (…) tendrán derecho a ser atendidas de manera preferente y oportuna en todas las instituciones públicas y privadas que atiendan público”. Por primera vez, la prioridad deja de limitarse al ámbito de la salud —como ocurría con la Ley 21.168— y se extiende a todo tipo de trámites, servicios y atención al público. En el plano conceptual, esto constituye un avance innegable. No obstante, que el derecho se apruebe no significa que pueda ejercerse plenamente.

La ley se ocupa del servicio, pero deja fuera su acceso 

La llamada “atención preferente” solo es efectiva en la medida en que se articula con los procesos previos y con la realidad cotidiana de las personas con discapacidad. Y es precisamente en esa antesala —el acceso— a lo más básico donde surgen las grietas más profundas.

El III ENDISC, basado en la Encuesta Nacional de Discapacidad y Dependencia (ENDIDE) de 2022, muestra que la participación en el mercado laboral de las personas con discapacidad alcanza un 51%, en contraste con el 71,1% de la población sin discapacidad. En este contexto, cabe preguntarse: ¿de qué sirve que una persona con discapacidad tenga atención preferente en una sucursal bancaria si antes no ha podido abrir una cuenta corriente, acceder a los códigos digitales, comprender las interfaces accesibles o lograr que la institución reconozca su condición y valide su credencial?

¿De qué sirve, además, si el diseño del servicio no considera que la persona llega con necesidades distintas: tal vez sin transporte accesible, sin apoyo o sin haber sido informada adecuadamente? En resumen, si el acceso previo no está garantizado, la “preferencia” se vuelve letra muerta.

En la práctica, muchas personas con discapacidad siguen utilizando solo una cuenta básica —como la Cuenta RUT— sin poder ingresar al circuito que la banca (y otras instituciones) considera “normal”. Y cuando logran hacerlo, enfrentan nuevas barreras: plataformas digitales que no son compatibles con lectores de pantalla, formularios imposibles para personas con discapacidad cognitiva o filas que no contemplan espacio para sillas de ruedas. Que la ley prometa prioridad no elimina los obstáculos estructurales.

 

Los datos que incomodan 

Según el Censo 2024, las personas adultas con discapacidad promedian 8,9 años de escolaridad, es decir, 3,7 años menos que la media de la población sin discapacidad. Este dato revela una desigualdad de base que ninguna “atención preferente” puede corregir por sí sola.

En el fondo, y aunque la ley no lo declare abiertamente, al extender el beneficio también a las personas cuidadoras, parece asumir una idea implícita: que muchas personas con discapacidad difícilmente lograrán una autonomía plena, y que —como compensación— se reconoce a quienes las asisten el mismo derecho preferente. Es un mensaje ambiguo, que sin quererlo perpetúa una mirada asistencial más que emancipadora.

La Ley 21.768 representa, sin duda, un paso importante hacia el reconocimiento de derechos. Pero su impacto dependerá de cómo el Estado, las instituciones y la sociedad comprendan que la inclusión no empieza en el mesón de atención, sino mucho antes: en el acceso, la educación, la accesibilidad y la formación de quienes prestan servicios.

Sin esa mirada integral, la atención preferente corre el riesgo de ser un gesto bien intencionado, pero mal diseñado. Una ley que, en su afán de ayudar, termina tocando el botón equivocado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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