Opinión
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Superbigote mirando al mar
Lo que se espera es el momento en que los guerreros de Trump pasen a la acción directa o contribuyan a definirla. La pregunta apunta, entonces, más a la táctica que a la estrategia. A aquello que, parafraseando el eufemismo de Putin, podría definirse como “operación militar especial antinarcóticos”.
Nicolás Maduro está descubriendo el costo en estrés de una dictadura exagerada. Hasta hace pocos meses Superbigote, su alter ego de historieta, parecía decirle que bastaba con ser temido para disfrutar de un poder sin barreras.
Su biografía política muestra que pasó de la dictadura constitucionalizada que le legara Hugo Chávez a la dictadura a secas. Para asegurarla, invirtió en más inteligencia política cubana y en una fuerza militar, paramilitar y policial de obediencia personalizada. Dicen los que saben que también asumió los métodos brutales de las fuerzas más oscuras de su sociedad. Sobre esas bases reprimió con fiereza quienes luchaban por recuperar la democracia y exportó más de ocho millones de “excedentes humanos” a países vecinos y paravecinos.
Agréguese que, para no perder el hilo de legitimidad ideológico-jurídica que sostenía a Chávez, Maduro mantuvo la retórica contra ”el imperio” y las elecciones contra opositores que no debían ganar. Confirmó, así, que la Carta Democrática Interamericana era letra moribunda y que demasiados políticos y jefes de Estado privilegiaban presuntas afinidades, lo invitaban a conciliábulos “progresistas” y soslayaban la palabra “dictadura”.
Entre una Nobel y una flota
Pero, como ni los superhéroes lo pueden todo, el año pasado Maduro tuvo un primer sacudón inesperado: la rotunda derrota que le propinara Edmundo González, el candidato presidencial que reemplazó a María Corina Machado, cancelada líder real de la disidencia. No lo aceptó y, desde su rusticidad política, creyó que bastaría con adjudicarse una victoria trucha, incrementar la represión interna, facilitar el exilio de González (con apoyo de un expresidente del gobierno español) y amenazar a Machado. No sospechó que ella optaría por combatirlo desde la clandestinidad.
En eso estaba cuando le cayó un doble garrotazo: el Premio Nobel de la Paz para María Corina y, desplegada a su vista en el mar Caribe, la quincallería bélica de Donald Trump 2.0.
La Némesis de Maduro
Marginal a los ritos, usos y costumbres de la democracia, egocéntrico en modo imperial, procesado y condenado por jueces profesionales, impermeable a las tesis del Derecho Internacional y jefe de una de las fuerzas militares más poderosas del planeta, Trump también había optado por ser más temido que respetado. Pero, en su caso, a nivel global,
Así lo ha demostrado retirando fichas estratégicas de la OTAN, apoyando inicialmente a Rusia en su guerra contra Ucrania, bombardeando instalaciones nucleares de Irán, tratando de bloquear la iniciativa de la Franja y Ruta de Xi Jinping e iniciando con Biniamin Netanyahu un juego de apoyos mutuos en la guerra de Gaza. El principal, en este caso, controlar la economía de su reconstrucción.
En ese juego de tronos estaba cuando le advirtieron que la ruta china estaba avanzando demasiado en América Latina, el “patio trasero” de sus predecesores. Entonces decidió cobrar factura en diferido al más vistoso de los dictadores antimperialistas de la región, ese venezolano que seguía tirándole los bigotes, creyendo que él solo era un león de peluche.
Despliegue a todo dar
Trump inició su ofensiva reclasificando a Maduro como capo del narcoterrorista Cártel de los Soles -por alusión a la abotonadura dorada de sus generales- y fijando en 50 millones de dólares la recompensa por su captura.
Ignorarlo como jefe político le serviría como coartada jurídica, pues la experiencia dice que no da lo mismo golpear a una organización criminal que a un Estado con asiento en la ONU. Marginalmente, podría soslayar un previo o distractivo acuerdo del Congreso norteamericano.
Así fue como, en el mes de agosto, Trump ordenó el vigente despliegue aeronaval en el Caribe, con miles de efectivos de todas las armas, incluidos los del portaaviones Gerald Ford, el mayor de la Armada. Dos meses después dio pública autorización a la CIA para operar en dicho país y dispuso que, de paso, algunos destructores se desplazaran hacia el Pacífico colombiano, para asustar al respondón presidente Gustavo Petro.
En paralelo incrementó su potencial militar en Puerto Rico y algunos analistas suponen que estaría autorizado para operar desde Trinidad Tobago y otros territorios cercanos a Venezuela. Más sugerente, aún, esa fuerza gigante ya ha pulverizado pequeñas embarcaciones que presuntamente transportaban drogas, con una veintena de muertos como resultado.
De la retórica a la realidad
Ante tamaña mezcla de disuasión dura con ofensiva inminente, Maduro está tratando de mantener el tipo con arengazos patrióticos y alistamiento de sus fuerzas de represión interna, encuadradas por militares que, por serlo, conocen bien el arte de la simulación.
En paralelo intentó negociar un plan B de ingenuidad conmovedora. Suponía permanecer en el país, pero delegando el mando en los ultramaduristas hermanos Delcy y Jorge Rodríguez, su vicepresidenta y el presidente de la Asamblea Nacional.
También y aunque parezca increíble, ha convocado a la solidaridad de los pueblos del hemisferio “en defensa del derecho del pueblo venezolano a la soberanía, a la paz, a la autodeterminación y a su futuro”. Es como si no hubiera vaciado millones de disidentes e inmigrantes irregulares sobre esos mismos pueblos, afectándolos en lo social, político y económico.
Desde ese estado de ánimo ya no conversa con esos pajaritos que le transmitían mensajes de Chávez, su comandante eterno. Pero, no sería raro que ahora esté soñando con que Vladimir Putin suspende su guerra en Ucrania y Xi Jinping acelera su cronograma de conflictos con los EE.UU. para darle un respaldo estratégico.
Sin retroceso a la vista
Hasta el cierre de esta columna, ningún análisis contempla una negociación diplomática que mantenga en el poder a un Maduro escarmentado.
Para Trump implicaría el costo político y económico de retirar una fuerza enorme de un teatro de operaciones, como si su despliegue hubiera sido un simple ejercicio de rutina. A mayor abundamiento, algún asesor le habrá dicho que existe jurisprudencia militar: la frustrada invasión de Cuba de 1962, en la cual combatientes cubanos anticastristas sólo contaron con apoyo logístico disimulado de los EE.UU. Como veneno que no mata engorda, aquello fue un fracaso confeso para John F. Kennedy y una victoria épica para Fidel Castro, pues pavimentó su ruta hacia el poder vitalicio.
Por lo dicho, lo que se espera es el momento en que los guerreros de Trump pasen a la acción directa o contribuyan a definirla. La pregunta vigente apunta, entonces, más a la táctica que a la estrategia. A aquello que, parafraseando el eufemismo de Putin, podría definirse como “operación militar especial antinarcóticos”.
Desde esa mirada, expertos y novelistas barajan alternativas diversas. Entre ellas, la fuga del jefe, su secuestro a domicilio, la complicidad de pilotos que le desvíen un vuelo, la seducción de los 50 millones en militares con mando de tropa, una provocación con falsa bandera que justifique una represalia focalizada o un misilazo quirúrgico al estilo israelí.
Todo lo cual implica que Superbigote ya se sacó la capa y que Maduro dejó de dormir cada noche en la misma cama.
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