Opinión
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Cielos saturados y sociedades vulnerables
Si no redefinimos la seguridad espacial como un bien común, con reglas exigibles, transparencia operativa y resiliencia técnica, el próximo gran apagón no vendrá de una tormenta solar, sino de fallas evitables en la gestión del tráfico orbital y en la protección de nuestras rutas satelitales.
La seguridad espacial ya no pertenece a la ciencia ficción. Hoy se relaciona directamente con la economía, la defensa y la vida cotidiana de las personas. Desde la red de cajeros automáticos hasta la navegación, las telecomunicaciones y la respuesta ante emergencias, todos estos sistemas dependen de una infraestructura orbital que permanece, paradójicamente, bajo amenaza constante.
En 1978, el científico de la NASA Donald J. Kessler advirtió que si la cantidad de satélites y fragmentos orbitando la Tierra seguía aumentando sin control, podría desencadenarse una reacción en cadena de colisiones que haría muchas órbitas inservibles. Aquella advertencia, conocida hoy como el efecto Kessler, ya no es una hipótesis teórica: el espacio se está llenando.
Actualmente, miles de objetos artificiales circulan alrededor del planeta. Algunos son satélites activos, con comunicación bidireccional y control desde tierra; otros son restos (debris, “ruinas” en inglés): satélites inactivos o fragmentos de ellos, sin control ni comunicación, que orbitan a gran velocidad.
En la órbita baja (LEO) se concentra la mayor parte de estos desechos. Allí, cualquier colisión entre dos fragmentos puede generar cientos de nuevos residuos, alimentando una cascada potencialmente incontrolable. La Agencia Espacial Europea advierte que este entorno ya se aproxima a niveles insostenibles si no se adoptan medidas de mitigación más ambiciosas.
Más arriba, en la órbita geoestacionaria (GEO), la amenaza es distinta, pero igualmente seria, ya que allí operan los satélites que sostienen la economía digital: telecomunicaciones, meteorología, defensa y monitoreo climático.
Tanto es así que en febrero de 2024, la nave científica TIMED de la NASA pasó a menos de 20 metros del satélite ruso inactivo Kosmos 2221. De haberse producido el impacto, la interrupción de redes globales habría tenido consecuencias catastróficas.
El problema de fondo es que el espacio sigue siendo un territorio sin un marco operativo robusto: la gobernanza internacional es limitada y con baja aplicación efectiva. No existen barreras físicas que impidan lanzamientos. Cualquier actor con recursos puede colocar objetos en órbita y la capacidad tecnológica crece más rápido que la regulación, mientras que los mecanismos de mitigación siguen siendo fragmentados y voluntarios.
Por eso, esta reflexión parte de una convicción simple, ya que si no redefinimos la seguridad espacial como un bien común, con reglas exigibles, transparencia operativa y resiliencia técnica, el próximo gran apagón no vendrá de una tormenta solar, sino de fallas evitables en la gestión del tráfico orbital y en la protección de nuestras rutas satelitales.
La seguridad espacial no es un tema distante ni exclusivo de la ingeniería aeroespacial. Es un área de la ciencia y la técnica con impacto directo en la sociedad, porque lo que ocurra en el cielo afecta el funcionamiento mismo de nuestras ciudades, economías y vidas. La predicción de precipitaciones, el control de tráfico aéreo y marítimo, la transmisión de radio y televisión, e incluso la observación del cambio climático dependen de satélites que operan sin interrupciones.
La desconexión o pérdida de control de uno solo de estos sistemas puede desencadenar efectos en cadena: mercados paralizados, transporte colapsado, incapacidad de respuesta ante emergencias o catástrofes naturales. Según la ESA, en la órbita terrestre baja ya se registran unas 35.000 objetos rastreados, de los cuales cerca de 26.000 son residuos mayores de 10 centímetros, y la cifra de fragmentos mayores de un centímetro supera el millón. La sociedad contemporánea está unida por una red invisible de información que orbita sobre nuestras cabezas, y su vulnerabilidad es proporcional a nuestra indiferencia.
Desde la academia, el llamado es urgente: debemos impulsar acuerdos internacionales que aseguren una gestión responsable y coordinada del entorno espacial, antes de que las consecuencias sean irreversibles. Las universidades y centros de investigación tienen el deber de participar activamente en este debate, no solo como observadores, sino como generadores de conocimiento y conciencia pública.
Porque, en última instancia, sólo tenemos un planeta y una oportunidad para protegerlo. El cielo que hoy se llena de satélites es el mismo que mañana podría volverse inaccesible si no actuamos con responsabilidad, por eso, fortalecer normas de fin de vida de satélites, promover la remoción activa y construir un sistema internacional de gestión del tráfico espacial es técnicamente viable y urgentemente necesario.
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