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La Antártica y la política de lo posible
La Antártica puede ser comprendida no solamente como un espacio geopolítico o un laboratorio natural propicio para la ciencia, sino también como una entidad productora de vida que necesita ser reconocida jurídicamente.
En 1992, durante la XVII Reunión Consultativa del Tratado Antártico, el entonces embajador chileno Óscar Pinochet de la Barra –una de las figuras más influyentes del pensamiento antártico nacional– tomó la palabra en nombre de Chile frente a los países encargados de velar por el futuro del continente blanco.
En un contexto en que las Naciones Unidas manifestaban sin éxito su interés por establecer una relación más estrecha con el sistema antártico, Pinochet de la Barra recordó a los presentes que el Tratado Antártico había recorrido un largo camino hacia un porvenir incierto, pero que la “experiencia organizacional” que allí se desarrollaba era única en la historia de la humanidad.
La Antártica –insistió– se ha constituido como un continente dedicado exclusivamente a la paz y a la ciencia, libre de actividades militares y nucleares, un territorio donde “un grupo de países ha renunciado a sus derechos en nombre de la humanidad”, un experimento geopolítico sin parangón en el planeta, cuya promesa colectiva merece ser celebrada –y defendida– hoy más que nunca.
El pasado 1 de diciembre el Tratado Antártico cumplió 66 años desde su adopción en 1959 y resulta necesario poner en valor las capacidades de este régimen internacional cuyo proyecto liberal de integración –que hoy es el Sistema del Tratado Antártico– constituye una incomparable y profunda recomposición de los Estados. Por lo mismo, cabe preguntarse: ¿en qué otro lugar del mundo podemos afirmar que los Estados han sido capaces de gobernar una región planetaria sin apropiarse de ella?
La especificidad del régimen antártico no es del todo comprendida por los enfoques clásicos de las relaciones internacionales y las doctrinas del derecho internacional, en especial por los discursos hegemónicos de cada país con reivindicaciones territoriales sobre la región. En un contexto de crisis climática y ecológica, la Antártica juega un rol crucial como regulador natural de la temperatura de nuestro planeta.
Por lo mismo, preguntarse incesantemente a quién le pertenece la Antártica resulta inútil, cuando en realidad deberíamos preguntarnos cómo podemos, a través de la acción colectiva creada en el seno del Sistema del Tratado Antártico, seguir protegiendo este continente de las amenazas que ha conocido durante las últimas décadas. La sobrepesca del krill, que es la base de la cadena trófica antártica, ha conocido capturas récord este 2025, afectando la supervivencia de peces, pingüinos y ballenas.
El turismo, que aún no posee un marco regulatorio claro, aumenta exponencialmente y la última temporada superó los 125 mil visitantes, algo que pone en peligro el carácter prístino de la región. Un persistente neocolonialismo legitimado por discursos públicos hegemónicos e instituciones estatales no contribuye a la gobernanza y confunde a la ciudadanía en cuanto a la naturaleza de este régimen.
El mundo –y especialmente Chile– depende de la estabilidad climática y ecológica de la Antártica para garantizar la seguridad alimentaria y ambiental de otras regiones. De este modo, la Antártica puede ser comprendida no solamente como un espacio geopolítico o un laboratorio natural propicio para la ciencia, sino también como una entidad productora de vida que necesita ser reconocida jurídicamente, una ficción que, como muchas otras ficciones jurídicas que ordenan nuestra vida en sociedad, permita garantizar su protección.
Lo que Garret Hardin llamó en 1968 “la tragedia de los comunes” no es un destino inevitable, sino un desafío político. De nosotros depende que la Antártica no se convierta en el mayor fracaso colectivo de la humanidad, sino en el lugar donde esta aprendió, por fin, a cuidar su casa común.
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